Por Marcos Aguinis
Especial para lanacion.com 12/3/2010
BLOOMINGTON, Indiana.- Una calamidad acosa a la sociedad argentina y la degrada ante el mundo: el desprecio por la ley. Ahora se expresa mediante insolentes ataques al Poder Judicial.
Estas agresiones, que son impensables en las naciones maduras, no se realizan para aumentar la eficacia y confiabilidad de la justicia. No. Se realizan para convertir a la justicia en un dócil lacayo del Poder Ejecutivo. Así sucede en cualquier dictadura o dictablanda, sea de izquierda o de derecha. De esa forma el poder autocrático consigue mantenerse en el trono, acaparar riquezas y alienar la opinión publica para que lo siga respaldando.
Una mínima objetividad exige reconocer otro dato de diferente matiz. A poco de asumir Néstor Kirchner a la presidencia de la Nación, embistió furioso contra la Corte Suprema que venía de los tiempos en que regía otra administración justicialista y no fue modificada por el breve lapso de la Alianza. Era una Corte a la que gran parte de la ciudadanía le había perdido el respeto. Si bien contaba con figuras intachables, algunos miembros habían caído en el desprestigio. La renovación que implementó entonces el Presidente no cayó mal. Aunque modificar la Corte de forma compulsiva no es lo recomendable ?y no ocurre en los países desarrollados y genuinamente democráticos- la nueva composición produjo dos resultados positivos: la Justicia emergió fortalecida y el Presidente se anotó un éxito.
Pero ahora hasta esa misma Corte "parida por el kirchnerismo" (como se diría en el lenguaje desdeñoso que por desgracia aumenta día a día) es desactivada, saboteada e insultada por miembros del Ejecutivo y otros actores sociales. Como dije al principio, es una calamidad. Que provocará altos costos en muchos ámbitos.
En efecto, cuando la ley no es reverenciada, el barco en el que navegamos pierde su timón. Todo empeora. La Argentina ha tenido breves períodos en los que la Justicia desplegaba su majestad y su eficiencia. Mas frecuentes y prolongados han sido los tiempos en que fue manoseada y ella misma se autoinoculó gérmenes corruptos.
Ahora mismo cualquier argentino pensante sufre la realidad de jueces que lucen coraje y ecuanimidad, y jueces que parecen mucamos del Ejecutivo. El Consejo de la Magistratura, creado en la última reforma de la Constitución para darle a la Justicia mayor vitalidad, independencia y poder, fue deformado para que esas cualidades se transformasen en lo opuesto: menos vitalidad, menos independencia y menos poder.
La calle está enterada de que existen jueces funcionales al poder de turno y hay jueces de heroica integridad moral. Estos últimos deberían ser honrados por su patriotismo y exaltados como modelos. Los otros, en cambio, son los que tenia en mente el canallesco Viejo Vizcacha al aconsejar "Hacete amigo del juez". Hacete amigo del juez corrompido y venal, "no le des de qué quejarse", porque a cambio de algún favor inclinará la balanza en tu beneficio, aunque seas culpable.
No es nuevo. La tradición latinoamericana abunda en este defecto y la tradición argentina lo ha adoptado con energía entusiasta. Sin embargo, algunos países de América Latina, y el nuestro también, han intentado liberarse de esa peste. Lo están consiguiendo los vecinos de Chile, Brasil y Uruguay, además de otros hermanos como Costa Rica y Colombia.
No es fácil curarse de ese mal. Pero se debe comenzar por donde se inicia toda cura: reconocer el mal y detestarlo. Si se niega el mal o se lo disfraza con abalorios, jamás obtendremos la salud.
Los infectos pantanos de donde proviene la ponzoña que arruina la Justicia argentina pueden remontarse a un pasado distante. En los tiempos de la Conquista ya se plantaron las bases de una sistemática burla de la ley. Una de ellas era mostrar cédulas reales y gritar con las yugulares hinchadas: "¡Obedezco pero no cumplo!" Es decir, junto a la desobediencia se afirmaba la hipocresía. Esa hipocresía la denunció con elocuencia Waldo Frank al escribir que esos individuos "podían ser cristianos y, no obstante, burlarse del Sermón de la Montaña; podían torturar, violar y despanzurrar para concentrarse, más tarde, con devoción, en la santa misa". Hubo un festín de transgresiones mediante el robo de las riquezas y un sistemático abuso del trabajo indígena. Pero continuaba la hipocresía de una ley que se debía respetar y no se respetaba. El "juicio de residencia" que se efectuaba a los funcionarios peninsulares cuando terminaban su gestión, era otra gran burla. Cualquiera de esos funcionarios sabía que bastaba tener un buen amigo en la corte de Madrid para salir ilesos.
Pese a que la Constitución ha establecido con sabiduría tres poderes para que se controlen, limiten y ajusten de forma recíproca, la tradición monárquica y caudillesca tiende a depositar en el altar del Ejecutivo la suma del poder público. Es nefasto, cualquiera sea el patriotismo y la honestidad que tenga quien lo ejerza. Desde John Locke es irrefutable que todos los que gobiernan son seres humanos. En consecuencia, son imperfectos. De ahí la necesidad de poner resguardos ante errores y potenciales vicios.
En estos tiempos agitados fermentan signos esperanzadores. Uno de ellos es la voluntad del Congreso por recuperar su protagonismo. Es importante que los "representantes del pueblo" (fijémonos en que así se llama a los senadores y diputados, no a los miembros del Ejecutivo) recuerden que las únicas órdenes que deben aceptar son las que emanan de quienes los han votado y de su propia conciencia. En la medida que esperen directivas del Ejecutivo (que es tan sólo uno de los tres poderes de la República), traicionan su deber, actúan como sirvientes y merecen algún tipo de sanción. El otro signo de esperanza es que muchos más jueces de los que solían manifestarse, ahora asumen con dignidad sus fallos y sentencias. Estos dos poderes comienzan a poner la casa en un orden virtuoso. Ya reciben el aplauso de amplias mayorías y corresponde que se sientan más obligados aún a seguir por el buen camino.
domingo, 14 de marzo de 2010
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