miércoles, 27 de enero de 2010

Un tranvía hacia el infierno: el Ghetto de Varsovia






Higinio Polo


«Ziffel: -Ser alemán significa ser profundo, se trate de encerar el suelo o de exterminar a los judíos».
-Bertolt Brecht, Diálogos de refugiados.-

El tranvía que llevaba a Muranów indicaba el camino hacia el infierno. Hoy no podemos contemplar aquel tranvía sin estremecernos: está en lo que parece una inocente fotografía de la Europa de entreguerras. Apenas se ven en ella algunos edificios a ambos lados de una calle, y grupos de transeúntes; y el propio carruaje, que ocupa el centro de la imagen.
En la plataforma, junto al tranviario, se ven a tres o cuatro personas: una de ellas lleva una franja de tela cosida en la manga derecha, que intuimos con el símbolo hebreo, y nos miran. Es el tranvía número 61, de Varsovia: lleva en la cubierta un gran círculo con la estrella de David pintada y, bajo los vidrios por los que mira el conductor, un cartel que indica su destino: Muranów. Aquel tranvía atravesaba una calle empedrada, hasta el infierno. Y desde allí, desde el infierno de Muranów, desde el ghetto de la capital polaca, nos llegaron después otras fotografías, que hoy nos muestran las señales febriles del horror y de la muerte.
Heinz Jöst hizo muchas de ellas. Era un soldado alemán que realizó un total de 129 fotografías en el ghetto de Varsovia, un día soleado de septiembre de 1941. Cuando volvió a casa, tras la guerra, a la pequeña localidad de Langelensheim, escondió aquellas placas durante cuarenta años, y un día, pocos meses antes de morir, las entregó. Walter Genewein hizo algo parecido: era el contable alemán del ghetto de Lodz, que los nazis rebautizaron con el nombre de Litzmannstadt, y fijó también en imágenes aquellos años. Genewein estaba orgulloso del alma germana y quería mostrar la forma en que Alemania "civilizaba a una raza de infrahumanos".
Para ello hizo un total de 393 diapositivas en color, las primeras de la época, que tras la derrota nazi en la segunda guerra mundial ocultaría también durante otros cuarenta años, hasta que fueron encontradas en un almacén vienés hace poco más de una década. Las imágenes de ambos nos muestran a Varsovia y Lodz, que fueron los dos mayores ghettos judíos de la Europa dominada por los nazis, allí donde detuvieron su mirada Heinz Jöst y Walter Genewein.
El primero mostraba el horror, el segundo lo ocultaba. Las fotografías de Heinz Jöst empiezan ahora a ser conocidas, y las diapositivas de Genewein han servido como material para la realización de la película Fotógrafo aficionado, del director polaco Dariusz Jablonski.

Han llegado hasta nosotros imágenes parecidas, la mayoría realizadas por los nazis, de modo que vemos los ghettos judíos a través de su mirada, mientras nos asalta la impotencia y la rabia, la incredulidad y el miedo, la tristeza desesperada por el destino de las víctimas, porque sabemos que todo eso ha sucedido. Y, sin embargo, esas fotografías atroces, imprescindibles, eran mentira a veces, como las que parecían recoger la vida normal de las gentes, e trabajo, los talleres, a veces incluso la leve sonrisa de una mujer que paseaba a su bebé en un carrito por las calles del ghetto de Varsovia: parecen mostrar la vida, pero era la vida falsificada por la mirada del enemigo, y por eso algunos no reconocían -mucho después de la guerra- las imágenes que veían.
Como Arnold Mostowicz, superviviente de Lodz, que viendo las diapositivas hechas por el contable Walter Genewein afirmaba que eran escenas del ghetto, pero eran mentiras. Aun así sabemos muchas cosas de los ghettos gracias a personas como Emmanuel Ringelblum, que se esforzaron por documentar clandestinamente aquel infierno de Muranów al que se podía llegar en tranvía.
Ringelblum pudo enterrar entre las ruinas del ghetto de Varsovia los archivos que fue reuniendo a riesgo de su vida, junto con sus colaboradores, antes de ser asesinado por la Gestapo en 1944, mientras los propios nazis documentaban también la vida de los ghettos judíos en Polonia. Sabemos muchas cosas por ellos, y también por la mirada del enemigo.

Las fotografías del soldado Heinz Jöst hablan del infierno. Las diapositivas del contable Walter Genewein lo ocultan, pero sin saberlo él mismo mostraba los signos del horror cuando se quejaba ante la casa Agfa de que en las diapositivas que le suministraban aparecían extrañas manchas del color de la sangre. También hablaba del infierno Antoni Szymanowski, un obrero que no era judío y que podía entrar en el ghetto de Varsovia porque trabajaba en una empresa situada allí. Y lo hacen los diarios de Emmanuel Ringelblum -los Escritos del ghetto-, que fueron enterrados entre las ruinas del barrio judío para advertencia futura de la humanidad.
O las páginas de Hersch Berlinski, que moriría en la insurrección de Varsovia, un año después de la destrucción del ghetto. O los diarios de Aurelia Wylezynska, muerta también durante el levantamiento de Varsovia, y que comparaba la Somosierra española, Stalingrado y la calle Nalewki del ghetto. También hablan del infierno las palabras de Cyvia Lubetkin, que formaba parte de la dirección de la resistencia judía, escritas después de la guerra. O las que escribió Jan Karski, un correo de los partisanos polacos, que entró clandestinamente en el ghetto varsoviano para ver el horror y poder informar después al mundo, aunque sus palabras apenas fueron escuchadas en Londres.
Y las líneas de Jerzy Andrzejewski, escritas tras haber visto a grupos de polacos jaleando a los nazis que atacaban el barrio judío. También hablan del infierno las palabras de los propios nazis: las del general de las SS Jürgen Stroop, conquistador del ghetto de Varsovia; y las del propio Goebbels, ministro de la propaganda, anotadas en su diario. Todos hablaban del infierno. Un infierno al que se podía ir en tranvía.

Polonia es el país de la memoria. Y de los cementerios judíos. Porque los edificios, las calles, las huellas y hasta el rumor de las tiendas y las sinagogas, todo fue destruido. Parecería que el capitalismo germano, encaramado en la sombría máquina de guerra nazi, tuviese ya fantasmas perturbados, premuras calculadas rondando el cuerpo de Varsovia cuando Hitler clamaba por Danzig: sólo eso explica la crueldad con que asestaron las cuchilladas de fuego a la ciudad del Vístula, y el rostro devastado de la amarga Varsovia de 1945.
Ninguna capital europea conoció una destrucción semejante. Allí vivía la mayor comunidad judía de Europa. Los alemanes destruyeron la ciudad con saña: primero en los combates de septiembre de 1939, en los que murieron más de cincuenta mil personas y una parte de la ciudad fue reducida a ruinas. Después, en el corazón de sus calles, cuando lanzaron la operación de destrucción del ghetto, en 1943.
Finalmente, tras el verano siguiente, en agosto de 1944, cuando la arrasaron después de la insurrección de la ciudad, destruyendo metódicamente todos los barrios, con la eficacia insomne del odio. Dejaron tras de sí enormes baldíos de escombros y muerte. Cuando llegó el Ejército Rojo, la visión del soldado soviético fue testigo del rencor minucioso hacia Varsovia: sólo encontraron un gigantesco campo de ruinas. Sobre ellas se levantaría de nuevo la vida. La ciudad fue reconstruida pacientemente, aunque tras la guerra -durante años- los sueños varsovianos convivirían con montañas de cascotes desolados, más perturbadores incluso que en Berlín. Después, los cuadros del Canaletto servirían para reconstruir el Rynek y las calles del casco viejo: el arte acudía en ayuda de la vida.

En aquella urbe en ruinas ya no quedaban judíos. En vísperas de la segunda guerra mundial vivían en Polonia más de tres millones de hebreos: eran polacos, y representaban más de la décima parte de la población. No eran demasiado queridos por una parte de los eslavos, hasta el punto de que el mariscal Rydz-Smigly -sucesor de hecho del dictador Pilsudski- decidió en 1938 confirmar la ciudadanía de los polacos que vivían en el extranjero. Era una trampa destinada a los judíos: los residentes en otros países debían acudir a las embajadas para hacer constar su deseo de continuar con la nacionalidad polaca, pero a los judíos se les negaba esa posibilidad en las legaciones.
Rydz-Smigly, que los empujaba a la condición de apátridas, era un intérprete del viejo antisemitismo eslavo, y fue el inspector general del ejército polaco que tuvo que afrontar la derrota ante la Wehrmacht, en 1939. Después, desapareció. La historia se vengaría del mariscal; dicen que murió en la insurrección de Varsovia en 1944, igual que los judíos que despreciaba y que habían luchado en el ghetto por su dignidad y por la de Polonia. Fue también una víctima, pero había sido quien impulsó aquella ignominia contra los judíos.

Cuando el gobierno del mariscal Rydz-Smigly decidía aquellas infamias, el régimen nazi estaba tomando también disposiciones para expulsar a los judíos polacos del territorio del Reich. A finales de octubre de 1938 la Gestapo trasladó en vagones de ganado a miles de judíos y los abandonó en la frontera polaca: el gobierno de Varsovia tampoco los quería, y les negaba la entrada en el país. Mientras tanto, otros hechos iban a desarrollarse.
El 5 de noviembre, en París, un joven judío llamado Herschel Grynzpan -al que le habían llegado noticias de la deportación de sus padres- mató a Ernst von Rath, funcionario de la embajada alemana, y los acontecimientos se desencadenaron. El partido nazi, el NSDAP, inició bajo las órdenes de Goebbels una histérica campaña que culminó la noche del 9 de noviembre con el asalto por toda Alemania de centenares de comercios judíos y el incendio de las sinagogas. Era la noche de los cristales rotos, la Kristallnacht. A partir de ese momento miles de judíos fueron enviados en el Reich a los campos de concentración.

Después llegó la guerra, y, en septiembre de 1939, la ocupación de Varsovia por la Wehrmacht. En octubre, Hans Frank encabeza el Gobierno general de Polonia creado por los nazis, y a finales de año todos los judíos polacos son forzados a llevar en la manga derecha una estrella de David. Poco después, en los primeros meses de 1940, se crean los ghettos: el de Lodz, en febrero; el de Varsovia en octubre del mismo año, aunque ya estaban preparándolo desde principios de año, según órdenes de Ludwig Fischer, gobernador de la capital. El ghetto de Lodz llegó a tener ciento setenta mil judíos, y en Varsovia más de
Desde la creación del ghetto en Varsovia las condiciones de vida en su interior son inhumanas. Más de cinco mil muertos cada mes lo atestiguan. El tifus se apodera del barrio cercado ya en 1941, y, pese a que llegan nuevos deportados, las autoridades nazis reducen su superficie construyendo nuevas tapias. Así, levantan otro muro a lo largo de la calle Leszno, incorporando al resto de la ciudad de Varsovia las manzanas de casas situadas al sur que iban hasta la calle Zlota, en las cercanías de la estación de ferrocarril.
La calle Krochmalna, por ejemplo, en la que Isaac Bashevis Singer situó al narrador de su novela Shosha, y el mercado de la Hala Mirowska, quedan fuera del ghetto. Dentro, miles de obreros son obligados a trabajar en condiciones de esclavitud, recibiendo sopa por salario, a principios de 1943, mientras otros trabajadores son conducidos a talleres situados fuera del ghetto, diariamente. Porque esa es una de las funciones que cumplen: los ghettos son un excelente negocio para los industriales alemanes.
El contable Genewein lo reflejaba en sus estadillos, y personajes como Rumkowski -el presidente del Judenrat de Lodz- confiaban en esa circunstancia para prolongar así su existencia y la de sus habitantes. En Varsovia, empresas como los talleres Toebens, o la casa Schultz, y otras, emplean a miles de trabajadores judíos en condiciones de esclavitud. Eran los esclavos del ghetto, decenas de miles de seres humanos forzados a trabajar en la máquina de guerra de sus verdugos.

Desde el principio tres plagas se apoderan de los ghettos: el hacinamiento, el hambre y las enfermedades. Casi medio millón de personas son obligadas en Varsovia a vivir en apenas cuatro kilómetros cuadrados, y esa circunstancia hizo que en cada habitación, de cada casa, de cada calle, vivieran diez o doce personas. Miles de mendigos llenan las aceras: son personas que lo han perdido todo y no pueden trabajar, y son centenares los niños abandonados que vagan por las calles porque sus padres han muerto. El tifus, la gripe, y otras enfermedades hacen estragos, y los piojos se apoderan de los que ya no pueden resistir.
Arnold Mostowicz, el superviviente del ghetto de Lodz que aparece en la película documental de Dariusz Jablonski, cuenta que como médico que era visitaba a personas enfermas y que nunca podrá olvidar una escena que le sigue persiguiendo: tenía que ir a atender a una joven mujer enferma. Cuando llegó a la casa ya había muerto, así como uno de sus hijos pequeños: Mostowicz ya no podía hacer nada, pero le paralizó el horror viendo -literalmente- que se movía la cama en la que reposaba el cadáver: estaba en medio de un mar de piojos.
Escenas similares tenían lugar en el ghetto de Varsovia, mientras la retórica nazi exaltaba al hombre ario y el mero contacto con las personas "ajenas a la comunidad" era considerado un delito contra la raza. Casi 85.000 personas murieron por efecto del hambre y de las enfermedades en el ghetto de Varsovia, antes de que el resto fueran enviados al campo de exterminio de Treblinka. Al principio, entre sus muros, existían incluso tiendas y algunos restaurantes, pero no se podían comprar alimentos: no había.
Ringelblum dejó escrito en sus notas que en algunos lugares en los que se concentraban personas especialmente pobres, como en la calle Wolynska, familias enteras morían de hambre. Cada día, al despuntar el alba, los enterradores se aprestaban a dejar en la fosa común los cadáveres recogidos la jornada anterior. Eran las escenas diarias del horror, la vida y la muerte en el infierno. La escasez de alimentos que entregaban los alemanes explica las terribles estampas de personas que mueren de hambre en las calles, o en el interior de las casas, aunque los nazis no dudaron en mostrar imágenes de algunos restaurantes que existían en el ghetto como prueba de que eran falsas las noticias que circulaban sobre la vida de espanto que llevaban los encerrados, e incluso llegaron a rodar escenas en las que aparecían el jefe del Judenrat, Adam Czerniaków, y otras personas en lujosos banquetes: habían sido forzados a rodarlas por los propios nazis.
Sigue encogiendo el corazón saber que, en esas condiciones inhumanas, las diversas organizaciones judías resisten: incluso organizan la vida, y dedican sus esfuerzos y su atención a la ciencia y a la cultura, con personas esforzándose en la edición de prensa clandestina, o con otras que -sabiendo que el futuro no existía- volcaban su energía en la creación de una biblioteca infantil o hacían del conocimiento una trinchera, como las que idearon y llevaron a cabo incluso investigaciones científicas sobre el hambre que asolaba las calles del barrio judío.
Una de ellas la dirigió el doctor Israel Milejkowski, que la víspera de su muerte en el ghetto, ya terminado el trabajo científico realizado en aquellas increíbles condiciones, escribía: "con la pluma en los dedos, siento la muerte deslizarse en mi habitación..." El ghetto de Varsovia era ya el infierno, pero lo peor todavía estaba por llegar.
El 20 de enero de 1942 se celebra la Conferencia de Wannsee. Reinhard
Heydrich, el jefe de la RSHA -el servicio de seguridad del Reich- tiene un papel central en ella: los reunidos llevan a sus últimas consecuencias el biologismo político presente en el cuerpo doctrinal del NSDAP y la lógica del nazismo como movimiento, y se decide la "solución final". Su aplicación será inmediata, aunque Heydrich no llegaría a verla: moriría ajusticiado por la resistencia checoslovaca a principios de junio del mismo año: Lídice sería arrasada por el ejército alemán como represalia.
La RSHA pasaría a estar controlada por Ernst Kaltenbrunnen, y por Heinrich Müller -el hombre que era el superior inmediato de Eichmann y de quien el propio Rudolf Hoess, comandante de Auschwitz, dijo que era de "una frialdad de hielo"- y puesto en marcha el programa de exterminio decidido en la Conferencia de Wannsee.

El desarrollo del plan se cumple metódicamente en todo los territorios dominados por Hitler. Así, el 22 de julio de 1942 los nazis inician la operación para liquidar el ghetto de Varsovia: engañan a la población simulando un simple traslado, y con el señuelo de que los que se presenten voluntarios recibirán tres kilos de pan. Además, llevan a cabo razzias, detienen arbitrariamente en las calles, y concentran a miles de personas cada día en la vía muerta de la Umschlagplatz del ghetto y desde allí envían a los judíos a Treblinka, mientras los ucranianos y letones que colaboran con los alemanes disparan contra la multitud para mantener el orden.
La deportación es implacable: a mediados de agosto 70.000 personas han sido enviadas a Treblinka y exterminadas, y en septiembre han conseguido enviar a los campos de exterminio a trescientos mil habitantes del ghetto; aunque unas cincuenta mil personas más permanecen en él. En septiembre, los trenes de la muerte transportaban desde Varsovia hacia Treblinka entre cinco y siete mil personas diariamente. Hoy se calcula que 265.000 personas del ghetto de Varsovia fueron convertidas en humo en Treblinka.

En aquel infierno reinaba el tifus, que se había extendido por el ghetto de Varsovia desde finales de 1941. Escasas personas podían comprar las medicinas para combatir la enfermedad: costaban mucho dinero, que nadie poseía. Y se desbordaban los piojos.
Y el hambre aniquilaba los últimos vestigios de dignidad. La crueldad nazi llega al extremo de que el ministro Alfred Rosenberg anota -después de haber visitado el ghetto de Varsovia- que "la visión en masa de esta raza que se halla en estado de decadencia, de descomposición, de pudrirse hasta la médula, arrancará cualquier humanitarismo sentimental." Habían obligado a los habitantes del ghetto a vivir reducidos a la condición de bestias, y Rosenberg hacía responsables a los judíos de su estado.
Esa constatación insoportable del infierno, junto con la convicción de que se había llegado al límite del horror y de que muchos -demasiados- habían asistido pasivamente al exterminio de los judíos polacos se convirtió en una tortura que hasta impedía la vida: Szmul Zygelbojm, un destacado miembro del Bund judío, que había llegado a Londres clandestinamente, se suicidó en mayo de 1943 para llamar la atención del mundo sobre el holocausto que se estaba llevando a cabo y para lanzar un grito de protesta que se convirtiera en una acusación por la pasividad de tantos: su muerte sigue siendo un incómodo recuerdo contra los que creían -y creen- que nada podía hacerse.

En el verano de 1942 algunos judíos del ghetto entran en contacto con la resistencia polaca, para pedir armas. A finales de año los distintos grupos judíos -comunistas, socialistas, sionistas- han confluido creando la OJC, Organización Judía de Combate: están dispuestos a resistir, y los contactos clandestinos con el exterior muestran que muchos valientes jóvenes están incluso decididos a volver a Varsovia, al interior del ghetto, para morir en él, luchando.
Empiezan a conseguir armas y dinamita, trabajosamente, y a introducirlas en el ghetto, a través de algunas lugares secretos, como el agujero practicado en la calle Bonifraterska, o a través de la fábrica situada en la calle Okopowa, al lado del cementerio judío de la ciudad, y sobre todo en la entrada al ghetto de la plaza Parysowski, en la que la resistencia había conseguido sobornar a los guardias polacos, y también por el túnel excavado en la calle Muranowska, que pasaba al otro lado, a la zona de Varsovia no encarcelada entre muros.
Se habían mantenido además las rutas de las cloacas, que conocían pocas personas y que sirvieron al principio para las redes del mercado negro, y en los días de los combates para intentar escapar hacia el exterior.
En esas fechas los judíos habían llegado a la conclusión de que todo el ghetto sería exterminado, y preferían morir dentro luchando que exponerse a la deportación. Pero la obtención de armas es dificultosa, cuestión agravada por la desconfianza de la resistencia ante las demandas de armas procedentes del ghetto: en algunos informes dirigidos al moderado gobierno polaco de Londres las redes clandestinas consignan las peticiones y el hecho de que algunos de los que solicitan las armas desde el ghetto son comunistas.
Serán pocas las conseguidas finalmente: algunas pistolas, granadas y dinamita, a las que se añadirán las que arrebatarán a las Waffen-SS en el curso de los combates.

El 18 de enero de 1943 los alemanes inician lo que creen será el ataque final. Prosiguen con las deportaciones, y fusilan en el mismo ghetto a los enfermos que no pueden trasladarse. De inmediato, los grupos de judíos atacan y los enfrentamientos se suceden durante cuatro días. Los germanos encuentran una dura resistencia: los combatientes se desplazan por los edificios, aprovechando los desvanes y los tejados. En la calle Dzika atacan a las Waffen-SS por sorpresa y se produce una desbandada: la población que aún permanece en el ghetto empieza a abandonar la resignación.
El 21 de enero, el mando alemán decide no arriesgar la vida de sus soldados en luchas por las calles y empieza a volar con explosivos los edificios en los que se concentran los grupos de judíos armados: éstos saben que nadie podrá salvar la vida: sólo quieren salvar la dignidad. El desafío es inesperado, aunque la jerarquía nazi es consciente de su importancia: el propio Himmler visita el ghetto en enero de 1943. Las fábricas del interior empiezan a ser trasladadas hacia Lublin, y los industriales alemanes -que cuentan con importantes fábricas allí- intentan persuadir a los obreros para que accedan a trasladarse voluntariamente a otros lugares.
Pero la inesperada y dura resistencia lleva al alto mando alemán a aplazar momentáneamente la destrucción final del ghetto.
Los resistentes del ghetto llevan a cabo tácticas de guerrilla urbana y se mueven de un edificio a otro atravesando los tejados, los desvanes, los sótanos, los albañales: es un combate para el que las Waffen-SS no están preparadas. Cuando se hace evidente para los judíos que han conseguido detener el plan de exterminio, cuestión que consideran en sí misma una victoria, prosiguen los intentos para conseguir armas: llegan desde el exterior unas cincuenta pistolas, y explosivos, y empiezan a preparar botellas incendiarias.
Después, en contacto con la resistencia polaca, entrarán más armas. La vida, en condiciones precarias y terribles, continúa: el Judenrat o Consejo Judío sigue desarrollando sus actividades, y la OJC organiza incluso una pequeña prisión dentro del ghetto, ejecuta a los judíos colaboracionistas y distribuye panfletos explicando los motivos de sus acciones. Algunos miembros de las SS son ejecutados, y las represalias nazis se suceden: fusilan a los habitantes de cualquier edificio en la misma calle.
La OJC ha conseguido encuadrar a setecientos combatientes, y otro grupo, la AMJ, consigue organizar a cuatrocientas personas más. El 19 de abril de 1943 estalla la insurrección del ghetto. Mordechaj Anielewicz es el principal dirigente de los grupos de resistentes judíos, hombres y mujeres jóvenes, dispuestos a todo, que saben -sin retórica- que sólo les espera la muerte. Los dirigentes del Judenrat estaban ya desbordados, y eran personajes como Wielikowski, Lichtenbaum, Sztolcman, personajes que, aunque no lo pretendiesen, eran
colaboradores de hecho en el programa de exterminio nazi. Había muerto meses antes el anterior presidente del ghetto de Varsovia, Adam Czerniaków, que prefirió suicidarse con cianuro al otro día del inicio de la deportación masiva antes que firmar la entrega de las siete mil personas que le exigían las SS. Su actitud muestra un notable contraste con sus sucesores, o con Chaim Rumkowski, el presidente del Judenrat de Lodz, que colaboraba con los nazis en el gobierno del ghetto, y que lo haría hasta el final, lo que no impediría su propia muerte en Auschwitz.
Primo Levi, que se encontró a la vuelta del infierno con una moneda de diez marcos del ghetto de Litzmannstadt-Lodz perdida en sus bolsillos, nos ha trazado un revelador retrato de Rumkowski en un texto que tituló El rey de los judíos.

Para responder al desafío de los combatientes el mando nazi concentra tropas, artillería, y los muros que encierran el ghetto son rodeados. Comienzan los combates por diferentes calles, y decenas de alemanes mueren. La población de Varsovia asiste expectante a lo que ocurre entre los muros del corazón de la ciudad. Jerzy Andrzejewski, el autor de Cenizas y diamantes, nos dejó descritas escenas en las que grupos numerosos de varsovianos se agolpan ante las entradas al ghetto para seguir el ataque alemán, algunos sin mostrar el menor aprecio por los judíos.
La abyecta sumisión al poderoso y el miserable desprecio hacia el sufrimiento de los judíos se habían apoderado de una parte de los varsovianos, de manera que en la actitud y las emociones de las Waffen-SS y de los espectadores confluían el biologismo político del programa nazi y el viejo antisemitismo polaco.


Los combates en las calles, entre los edificios, la lluvia de obuses de artillería que lanzan los alemanes, convierten diferentes zonas del ghetto en una confusión de ruinas y de incendios. Utilizan lanzallamas para incendiar todavía más el barrio, que arde desde los primeros días de combates, y los informes del general Jürgen Stroop, que manda las tropas nazis, recogen que "familias enteras se arrojan por las ventanas de los edificios incendiados".
El 6 de mayo Stroop apunta que en varias casas incendiadas han detenido a más de mil quinientos judíos, y que 356 han muerto en los combates con sus soldados. Éstos recurren a los explosivos para volar los refugios y los subterráneos, pero Stroop sabe -y lo dice en sus informes- que la mejor arma contra los judíos es el fuego. Cuatro días después apunta que han muerto otros 319 bandidos.
Los combatientes se ocultan en sótanos, en pasadizos, y atacan cuando pueden. Su resolución es tan firme que por la noche, tras los combates, los alemanes abandonan el ghetto.
Algunos grupos de la resistencia polaca intentan abrir brechas en el muro, desde el exterior, para ayudar a los judíos, mientras que otros atacan a los soldados, pero la diferencia de fuerzas es demasiado grande. El 8 de mayo, después de veinte días de combates las calles que componen el ghetto son un conjunto de ruinas y de edificios destripados, en los que los grupos de insurrectos mueren abrasados o tienen que refugiarse a veces en sótanos en los que se acumulan los cadáveres, que están siendo devorados por las ratas. El ghetto de Varsovia es en ese momento un infierno sin salida.

Los alemanes se retiran, y deciden destruirlo por completo. "Nunca olvidaré la noche que incendiaron el ghetto", escribió después Cyvia Lubetkin. Mientras las llamas se apoderan por completo de las calles de la ciudad encerrada entre muros, grupos de bomberos vigilan para que el fuego no supere los límites del ghetto, al tiempo que los supervivientes se internan en los laberintos de las cloacas y muchos mueren allí, perdidos entre la oscuridad y la mugre.
El día 7 de mayo ha muerto combatiendo Mordechaj Anielewicz. Algunas decenas de personas permanecen agazapados en las alcantarillas y en los sótanos, sin alimento, sin agua, con los labios convertidos en esparto: unas pocas podrán salvarse todavía gracias a un camión de la resistencia que espera camuflado en una alcantarilla fuera del ghetto: entre ellos estaba Marek Edelman, uno de los dirigentes de la insurrección.
Otros intentan escapar entre la red pestilente de las cloacas: allí morirán muchos. Otros optan por el suicidio, para no caer en manos de los nazis, y se ven forzados a matarse unos a otros. Los que sobrevivan, sabrán que es para contarle al mundo el infierno del ghetto. El 16 de mayo Jürgen Stroop declara que la resistencia ha cesado: para celebrarlo vuelan con explosivos la sinagoga de la calle Tlomacka. Pero aún seguirán durante algunos días los tiroteos aislados, mientras grupos de colaboracionistas polacos -algunos adolescentes- participan en la caza del judío en el resto de la ciudad.
El ghetto de Varsovia es ya un montón de ruinas humeantes, un monumento a la barbarie. El infierno que anunciaba el tranvía a Muranów. Aún así algunos grupos de combatientes permanecerán entre los cascotes y los subterráneos durante varios meses más. Después, en agosto de 1944, estalla la insurrección general de Varsovia, y en enero de 1945 los soldados soviéticos liberan la ciudad.

Los insurrectos de Varsovia sabían que con su actitud hacían posible el regreso del ser humano a la dignidad. Hoy, la visión de las fotografías del ghetto, a más de medio siglo de distancia, continúa siendo insoportable. Tal vez por eso Günter Grass utiliza a un fotógrafo nazi, que dispara su cámara en el ghetto y que fotografía al niño judío con gorra de visera que alza los brazos en señal de rendición, para ilustrar el capítulo correspondiente a 1943 de Mi siglo. El ghetto de Varsovia se convierte en un símbolo, en la constatación de que la resistencia no sólo era posible sino imprescindible.
Arnold Mostowicz, superviviente del ghetto de Lodz, confiesa en el documental de Jablonski que muchos judíos no sabían, no querían saber, que estaban en el infierno, como no querían saber que los deportados iban a encontrarse con la muerte: aunque viesen después sus ropas. Nosotros sí lo sabemos, como lo sabía el pulcro contable Genewein -que moriría como un ciudadano respetable en su Salzburgo natal muchos años después de la guerra- cuando fotografiaba con eficacia germánica la vida en el infierno de Lodz y disparó su diapositiva número 170: en ella se ven a los grupos de niños menores de diez años que sonríen, ignorantes de su destino: habían sido ya seleccionados y estaban a punto de ser enviados al campo de exterminio de Chelmno para morir gaseados.
Aquella diapositiva atroz tomada por Genewein recoge sus últimas sonrisas.
Pero, más allá del dolor y la denuncia, no hay que olvidar que el proyecto hitleriano, con sus ideas de pureza racial y su apuesta modernizadora, que incluía la expansión hacia los territorios de los pueblos inferiores eslavos, era en esencia una propuesta de reconstrucción del capitalismo alemán tras la doble crisis de las demandas democráticas posteriores a la gran guerra y de la revolución obrera en Europa.
En ese marco cobró una especial relevancia la solución final diseñada para exterminar a los judíos, pero también otros estaban en el punto de mira: desde los rusos envueltos en el bolchevismo, como lo muestra el trágico final de miles de prisioneros soviéticos en Auschwitz, hasta las naciones que debían estar subordinadas a la gran Alemania. El ghetto de Varsovia reunía algunos aspectos de todo ello, y era además un excelente negocio para los industriales alemanes, como lo fueron los campos de exterminio, en los que se produjo un "saqueo masivo de los bienes" de los prisioneros, según la fórmula utilizada por el Tribunal Supremo Polaco en las sentencias condenatorias a destacados criminales de guerra después de 1945.

Los nazis llevaban una precisa contabilidad de la muerte, y algo de esa fría memoria recogida en estadillos está también en las fotografías que han llegado hasta nosotros. No sé si el soldado alemán Heinz Jöst fotografíó la calle Mila: allí, en el número 18, estaba el cuartel general de la Organización Judía de Combate. O si disparó su cámara en la calle Wolynska, la vía de los pobres entre los pobres. O si lo hizo en la calle Muranowska, justo al lado, en la que estaba el túnel clandestino que comunicaba con el exterior del ghetto: apenas unos pocos judíos pudieron escapar por él.
Aterra todavía pensar que mientras Jöst o Genewein guardaban las imágenes de los ghettos y Varsovia era un campo de ruinas muchos nazis huían, como el siniestro Heinrich Müller, o como Mengele, o Martin Bormann o Alois Brunner. Aunque algunos no pudieron soportar el recuerdo del crimen, como Hermann Höfle, un mando de las SS que iba al ghetto de Varsovia para recoger niños judíos y que, con sus soldados, disparaba a sangre fría a los que huían. Höfle no pudo después soportar tantos años de mentiras. El recuerdo del ghetto le perseguía y se suicidó en Viena en 1962, cerca de la ciudad en la que vivía tranquilo el contable Genewein.

Si Lady Macbeth reprochaba a su marido en el castillo de Inverness que su ambición no poseía "el instinto del mal", no podemos decir lo mismo de los fríos y eficaces servidores de la solución final: pero la maquinaria nazi de la muerte tenía también racionalidad económica, y no estaba sólo al servicio de la ambición sino de un proyecto político que había conseguido el apoyo del capitalismo germano.
El nazismo no fue la locura de un megalómano que había seducido al pueblo alemán, sino la aplicación consciente de una ideología que consideraba obvia la existencia de seres humanos inferiores y que, en consecuencia, defendía la radical desigualdad entre personas y grupos nacionales. Los judíos como grupo étnico, si es que podemos hablar en esos términos, se convirtieron en las víctimas -el grupo más importante, pero no el único- de un proyecto de sociedad racial que estaba en el corazón del fascismo alemán y europeo, y en el que eslavos y gitanos eran también candidatos al exterminio.


Los combatientes judíos del ghetto de Varsovia que se rebelaron contra ese proyecto criminal habían acuñado una consigna: "¡Vivir con dignidad y morir con dignidad!" Hoy apenas quedan supervivientes: hace pocos años, uno de ellos, Marek Edelman, lo repetía de nuevo y decía que la insurrección del ghetto fue "contra la muerte en la humillación". Yorek Plomsky, es uno de los últimos testigos, y lo sigue diciendo.
Para recordarlo, en aquella ciudad en la que ya no quedaban tranvías, construyeron después de la guerra un monumento dedicado a los héroes del ghetto, esculpido por Natan Rappaport, ante el que se arrodilló el canciller alemán Willy Brandt en noviembre de 1970 para simbolizar así a la Alemania arrepentida ante la tumba de las víctimas. Dicen en la capital polaca que la humedad constante que surge de los bloques de granito son las lágrimas de los judíos del ghetto.

El ghetto fue arrasado por completo, y la propia Varsovia sufrió después el mismo destino. Nos quedan los recuerdos exhaustos de los supervivientes, la dignidad y la rebeldía del ghetto, y las fotografías del horror: hay algunas que nos muestran a personas que se arrastran, y que ya no pueden ni masticar alimentos, si los tuvieran, por su estado de debilidad general. Todas son terribles, y algunas son insoportables: las de las fosas comunes, o las de los niños muertos en las aceras.
O la fotografía que muestra el lento paso del niño judío, cubierto con su pequeña gorra y con los brazos en alto, con el miedo asomando en sus ojos, observado por los soldados nazis. O la que nos muestra apenas el rostro de otro niño, que arrastra un carro con cadáveres. O la fotografía que ha detenido el gesto y la mirada de tristeza y desesperanza del violinista judío que pide alguna ayuda: está allí ante nosotros, envuelto en unas pobres ropas que no alcanzan a ocultar su extrema delgadez, y va a arrancar unas notas del violín, mientras nos mira, porque nos mirará siempre, para que no olvidemos nunca que ellos estaban allí, en el infierno.

FUENTE: publicado en El Viejo Topo (España, abril del 2000)

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