La vigencia indiscutible de un autor: Eric Rohmer
Por Jorge García
Para los que creemos firmemente en la condición autoral dentro del cine, referida esta a la reiteración de constantes –tanto estilísticas como temáticas– en la obra de determinados directores, el ejemplo de Eric Rohmer nos viene como anillo al dedo. Desde luego que no faltarán quienes digan que hay películas en su filmografía que aparecen como diferentes del grueso de su obra, pero una mirada atenta también descubrirá en ellas los rasgos distintivos de un realizador absolutamente personal y del que –como pocos en la historia del cine– podría decirse que su obra es una suerte de discurso único e ininterrumpido a lo largo de más de cuatro décadas.
Nacido Jean-Marie Maurice Scherer en Nancy en 1920, algo mayor que los popes de la Nouvelle Vague, fue profesor de literatura en una escuela provincial antes de ingresar en el mundo del cine en los años 50 realizando algunos cortos, aunque su principal aporte en ese período fue como crítico en diversas publicaciones francesas, como la fugaz Gazette du Cinéma que fundara en 1950 junto con Godard y Rivette.
Entre 1957 y 1963 fue editor de Cahiers du Cinéma y de esa época también data el libro que, junto a Claude Chabrol, le dedicara a Alfred Hitchcock, hoy un auténtico clásico (hay que decir que sus principales trabajos en este terreno están recogidos en el volumen El gusto por la belleza, de Editorial Paidós, un conjunto de textos imprescindibles para cualquier cinéfilo que se precie) y que también fue en su momento famosa la discusión que sostuvo con Pier Paolo Pasolini defendiendo un “cine de prosa” frente al “cine de poesía” pregonado por el realizador italiano. Su primer proyecto de largometraje, Les petits filles modéles, de 1952, quedó definitivamente inconcluso, por lo que su debut en ese terreno se produjo cuando, ya casi cuarentón, realizó El signo de Leo (1959), seguramente la película de su filmografía más directamente emparentada con el tono y estilo de los films de la Nouvelle Vague aunque muy cercana en espíritu a las películas de Frank Capra.
A partir de los años 60 su obra adquiere características marcadamente personales y en ella pueden detectarse ecos muy amplios, que van desde la novela clásica del siglo XVIII, pasando por la gran tradición de la comedia francesa, tal vez su influencia más importante, hasta el cine clásico americano –en particular el de Howard Hawks, uno de sus directores más admirados–, aunque siempre transfigurados por un estilo narrativo austero y casi minimalista en el que los estados de ánimo de los personajes –siempre contradiciendo en los hechos lo que pregonan verbalmente–, sus pensamientos y sus emociones más íntimas, sin caer nunca en el psicologismo, se ven expresados a través de en un depurado clasicismo narrativo y una puesta en escena de engañosa simplicidad.
Si el núcleo central de su obra hay que buscarlo en tres grandes bloques de films, los seis Cuentos morales, la serie de seis Comedias y proverbios y los cuatro Cuentos de las cuatro estaciones, en los que se pueden apreciar de manera cabal los rasgos antedichos y una inolvidable galería de personajes femeninos (podría señalarse a Rohmer como uno de los grandes directores “femeninos”), hay también en su filmografía títulos de otra índole y que, paradójicamente, son su films más experimentales y arriesgados en términos formales, como sus adaptaciones literarias: de Heinrich Kleist, La marquesa de O, en la cual hay una notable utilización de los decorados y las pinturas románticas, o del escritor medieval Chretien de Troyes, cuya versión de Percival, el galo es un film de carácter casi experimental en el que hay una sorprendente utilización del espacio, plagado de los decorados más heterogéneos, que oscilan entre lo artificioso y lo naïf, con los personajes narrando sus acciones en primera persona, acompañados de canciones de la época y que aparece como uno de los títulos más curiosos de su carrera.
En cuanto a La dama y el duque, personalísima interpretación de la Revolución Francesa, basada en las memorias de Grace Elliott, una dama inglesa, amante del duque de Orleáns, el visceral antiizquierdismo del director da lugar a un film rotundamente “monárquico” en el que Rohmer utiliza las más modernas imágenes digitales; y Triple agente, su último trabajo hasta la fecha, es una película que podría calificarse de espionaje, aunque la acción transcurre íntegramente dentro de un departamento. En estos dos últimos títulos el director, a pesar de su ya avanzada edad, muestra una sorprendente vitalidad y frescura.
Hay tres rasgos que a primera vista aparecen como dominantes en la filmografía de Rohmer y ellos son, en primer lugar –y aun cuando alguna vez, en lo que podría considerarse un auténtica boutade, el director sostuvo que sus películas se podrían desarrollar sin diálogos– la importancia que le concede a la palabra dentro de la estructura de sus relatos, por otro el hecho de que su cine –y esta es una característica que señalan preferentemente los detractores del director, que los hay– es la pertenencia uniformemente burguesa, normalmente de clase media o media alta, de sus protagonistas y, finalmente, su preferencia por convertir en eje de sus relatos a personajes femeninos, generalmente jóvenes.
Conviene detenerse brevemente en estos aspectos. Los personajes rohmerianos dialogan de manera constante, sin prisa pero también sin pausa sobre los temas más disímiles y –como señalaba antes– afirmando de manera rotunda conceptos que se verán desmentidos por las acciones que esos personajes ejecutan.
Rohmer ha dicho que se ha inspirado muchas veces para esos diálogos en conversaciones escuchadas al azar, aunque la extrema inteligencia de los mismos da para pensar acerca de la veracidad de tal aserto. (Aquí debo decir –para que no se crea que mi gusto por la filmografía del director es absolutamente incondicional– que un aspecto que ocasionalmente me chirría en su obra es la presencia de adolescentes omniscientes, que parecen conocer todos los secretos de la vida y el amor, y una tendencia a veces presente en los personajes a explicar y racionalizar excesivamente sus sentimientos y estados de ánimo, como si a veces Rohmer desconfiara de los silencios y los pequeños gestos y necesitara de la verbalización permanente, algo que puede convertir esos discursos en innecesariamente farragosos.) Acerca de su visión de la burguesía, hay que decir que está bien lejos de la mirada burlona y desencantada de un Godard o la ácida aproximación de Chabrol.
Por el contrario, Rohmer no parece nunca renegar de su condición social (es conocido, como señalaba antes, su rechazo a cualquier posición cercana a la izquierda) y prefiere lanzar una mirada suavemente irónica, no exenta de compasión, sobre sus atribulados protagonistas. Y están también sus personajes femeninos, una troupe de heroínas cálidas, sensibles, tiernas, obsesivas –a veces, por qué no, insoportables– que constituyen una galería inolvidable que ubica al director a la cabeza de los realizadores que han colocado a la mujer en el centro emocional de sus relatos.
Si bien, por lo señalado al principio de esta nota, es difícil establecer (aunque cada uno tendrá con seguridad sus preferencias) distinciones apreciables entre sus películas, hay que señalar sin ambages que los momentos más logrados de su filmografía son aquellos en los que el director, apelando a una ligereza que, en este caso, no debe confundirse nunca con superficialidad, y desprendiéndose de cualquier rastro de intención de trascendencia, se acerca a la mejor comedia –no sólo francesa sino también americana– en los más diversos contextos (recordar, vg. la escena del personaje escondido en la cama de la protagonista en medio de los dramáticos avatares de la Revolución Francesa en La dama y el duque).
Y además –los que hayan visto el documental Eric Rohmer, con pruebas en la mano, de la serie televisiva “Cineastas de nuestro tiempo” de Andrés S. Labarthé, así lo habrán podido apreciar– no deja de sorprender el apasionamiento y entusiasmo, tal vez diferente de lo que podría suponerse a priori que con ER responde al cuestionario acerca de su obra del crítico Jean Douchet. El realizador, ya septuagenario, habla con fervor del cine en general y de su obra en particular, recurriendo a ejemplos, apuntes y fragmentos de película en una actitud muy diferente, por ejemplo, al circunspecto Afred Hitchcock, actuando en las mismas circunstancias.
Estos rasgos, aún intactos en los lozanos 85 años del realizador, son, junto a la coherencia general de su obra, los que hoy le otorgan –y ojalá sea por mucho tiempo- un lugar de privilegio entre los realizadores vivos del cine actual.
Publicado en el número 165 de EL AMANTE-BUENOS AIRES- ARGENTINA
Publicado en el número 165 de EL AMANTE-BUENOS AIRES- ARGENTINA
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