Poemas inéditos
Fragmentos Mediterráneos y El inconjurable poema de la barba datan de 1924, año en que Canal Feijóo publicó Penúltimo poema del fútbol. Ambos son inéditos y gentileza de Adriana Canal Feijoo, a quien agradecemos la oportunidad de difundirlos.
Fragmentos mediterráneos
Lástima
no poder
hacer
todo el poema de la retreta provinciana.
Resultaría muy largo y nadie lo leería.
(Juzgo por lo que a mí me pasa).
Además, tengo contados los minutos
para lanzarme en el otro poema.
Debo, pues, sacrificar lo más sugestivo
y contentarme con trazar tres o cuatro franjas.
Yo mismo no sé cómo levantaré mi canto
si soy el náufrago de la retreta.
Tal vez por eso mismo.
Porque su marejada me arrastra,
y en el fondo de su piélago cenagoso, mi única preocupación
es esquivar la carga de catamaranes de zapatos
que se arrojan contra los míos como peces famélicos.
Flota una alegría clandestina y banderolera;
es que cada uno encuentra la dirección
que los otros pierden
y la consecuencia consiste en volver sobre sí
—falaz consecuencia!
Así, nunca podrá haber entrechoques.
Los focos que flanquean la acera
miran con caras de imbéciles de frac.
Los más espirituales se inclinan al paso de las muchachas
y les soplan en los ojos humo blanco de sus cigarrillos,
y les enjugan —no sé cómo, lo declaro—
la dulce sangría de la boca.
Ellas resurgen de la andanada
con una sonrisa que muerde un azahar
como morderán las Venecias de sus sábanas en sus sueños de amor.
(Para fijar la idea de movimiento que embarga el cuadro,
yo haría brotar con una fuerte mirada en las nalgas de ellas
un ojo muerto que guiñase automáticamente
con el balanceo. No se vería la congruencia. Pero he ahí justamente).
Las fulguraciones de sus ojos han conseguido
la desviación pasional de los reojos
y lanzan sus miradas transversas contra nuestra desprevención
como si no supiéramos que están abiertas por delante.
La fatiga va depositando las resacas crasas
en los bancos que bordean el paseo,
donde sedimenta la maledicencia envenenada
de todas las toxinas de la fatiga
con todo el peso irreflexivo de los traseros,
y amarra sus rabos demoníacos
a las patas de los bancos.
Y mientas yo percibo en mi turbación
que la ópera italiana se refugia en los kioscos musicales
de provincia,
las núbiles parejas adelantan sus dúos almibarados
hacia los bancos.
Él, echa su aliento de más calor visceral
sobre las mantecas amorosas de ella.
Ella, cruza las piernas,
y, por abajo,
deja correr los óleos del amor liquefacto…
no poder
hacer
todo el poema de la retreta provinciana.
Resultaría muy largo y nadie lo leería.
(Juzgo por lo que a mí me pasa).
Además, tengo contados los minutos
para lanzarme en el otro poema.
Debo, pues, sacrificar lo más sugestivo
y contentarme con trazar tres o cuatro franjas.
Yo mismo no sé cómo levantaré mi canto
si soy el náufrago de la retreta.
Tal vez por eso mismo.
Porque su marejada me arrastra,
y en el fondo de su piélago cenagoso, mi única preocupación
es esquivar la carga de catamaranes de zapatos
que se arrojan contra los míos como peces famélicos.
Flota una alegría clandestina y banderolera;
es que cada uno encuentra la dirección
que los otros pierden
y la consecuencia consiste en volver sobre sí
—falaz consecuencia!
Así, nunca podrá haber entrechoques.
Los focos que flanquean la acera
miran con caras de imbéciles de frac.
Los más espirituales se inclinan al paso de las muchachas
y les soplan en los ojos humo blanco de sus cigarrillos,
y les enjugan —no sé cómo, lo declaro—
la dulce sangría de la boca.
Ellas resurgen de la andanada
con una sonrisa que muerde un azahar
como morderán las Venecias de sus sábanas en sus sueños de amor.
(Para fijar la idea de movimiento que embarga el cuadro,
yo haría brotar con una fuerte mirada en las nalgas de ellas
un ojo muerto que guiñase automáticamente
con el balanceo. No se vería la congruencia. Pero he ahí justamente).
Las fulguraciones de sus ojos han conseguido
la desviación pasional de los reojos
y lanzan sus miradas transversas contra nuestra desprevención
como si no supiéramos que están abiertas por delante.
La fatiga va depositando las resacas crasas
en los bancos que bordean el paseo,
donde sedimenta la maledicencia envenenada
de todas las toxinas de la fatiga
con todo el peso irreflexivo de los traseros,
y amarra sus rabos demoníacos
a las patas de los bancos.
Y mientas yo percibo en mi turbación
que la ópera italiana se refugia en los kioscos musicales
de provincia,
las núbiles parejas adelantan sus dúos almibarados
hacia los bancos.
Él, echa su aliento de más calor visceral
sobre las mantecas amorosas de ella.
Ella, cruza las piernas,
y, por abajo,
deja correr los óleos del amor liquefacto…
Tesis:
el provinciano es un animal sin psicología.
el provinciano es un animal sin psicología.
4-X-24
*
El inconjurable poema de la barba
Agente natural de la civilización,
el peluquero está instituido para combatir
las ingencias salvajes de la cabeza humana.
La humanidad en masa
debiera detenerse un segundo, de pronto,
como si se hubiera trabado la película de la vida,
en su homenaje,
y volver el rostro,
y decir a coro:
“Gracias!”.
(Sé que esto no es posible, porque
más fuerte que los impulsos de la gratitud
son los horarios, por ejemplo,
pero sería justo).
Yo también —pero siempre
menos que otros—,
estoy condenado al banquillo del peluquero.
Lo confieso con la emoción necesaria
que me impone el tener que enfrentar mi hiperestesia
en el espejo,
como en un caso de conciencia,
mientras noto que bajo mis asentaderas el banquillo
se descadera en voluptuosidades criminales.
No! y no!
Yo me siento incómodo en el ortopédico banquillo
porque siento
que la imagen del espejo
me quiere ejemplarizar con un ejemplo de niño de babero,
y yo no quiero ejemplos
sino raptos.
Sólo el peluquero sabe desmelenar ahora.
Eso es reparable, ahora
que la humanidad ha conquistado la gomina
y la sífilis.
Y sólo el peluquero
apoya la mano sobre la cabeza de los calvos
con algo así como una idea de noble empresa ascensional,
escaleras arriba,
hacia el cielo
que es el sentido de la alopecia…
El pulverizador tuerce y endurece el cuello
como si le atragantara un súbito canto de gallo.
Yo pienso:
con estos elementos, nada más,
qué gran artista sería el peluquero
si no le venciera el don de la palabra;
si su visión
no se anegara tanto en el color exánime de sus lociones;
si su olfato
no predispusiera tanto a una atmósfera emulsionada de alcoba;
si al asentar su navaja
no volviese los ojos torcidamente
hacia uno;
si al rasarle a uno el bigote
tomándole por la nariz
no le dejase el labio leporino,
y pusiese en su boca un fruncimiento de beso pudibundo!
Poseedor
del pulso exacto de los perfectos desbrozamientos,
así sabe darse el escultórico placer
de arrancarse los rostros en la última limpidez
de los perfiles fisonómicos,
desde el fondo negro y blanco
de sus regresivos erizamientos
y de las espumas,
con que, sólo, se les sofoca.
Llegaría a consumarse
EL ARTISTA
si se decidiese, y
—en un cercén heroico, él, que tiene la navaja—
independizase de una vez
la cabeza,
del resto irreductible del cuerpo.
El pulverizador estallaría
con todas las salivas de su continencia.
Flotaría un olor de crimen ridículo, un instante,
pero el Arte se habría impuesto
al fin.
el peluquero está instituido para combatir
las ingencias salvajes de la cabeza humana.
La humanidad en masa
debiera detenerse un segundo, de pronto,
como si se hubiera trabado la película de la vida,
en su homenaje,
y volver el rostro,
y decir a coro:
“Gracias!”.
(Sé que esto no es posible, porque
más fuerte que los impulsos de la gratitud
son los horarios, por ejemplo,
pero sería justo).
Yo también —pero siempre
menos que otros—,
estoy condenado al banquillo del peluquero.
Lo confieso con la emoción necesaria
que me impone el tener que enfrentar mi hiperestesia
en el espejo,
como en un caso de conciencia,
mientras noto que bajo mis asentaderas el banquillo
se descadera en voluptuosidades criminales.
No! y no!
Yo me siento incómodo en el ortopédico banquillo
porque siento
que la imagen del espejo
me quiere ejemplarizar con un ejemplo de niño de babero,
y yo no quiero ejemplos
sino raptos.
Sólo el peluquero sabe desmelenar ahora.
Eso es reparable, ahora
que la humanidad ha conquistado la gomina
y la sífilis.
Y sólo el peluquero
apoya la mano sobre la cabeza de los calvos
con algo así como una idea de noble empresa ascensional,
escaleras arriba,
hacia el cielo
que es el sentido de la alopecia…
El pulverizador tuerce y endurece el cuello
como si le atragantara un súbito canto de gallo.
Yo pienso:
con estos elementos, nada más,
qué gran artista sería el peluquero
si no le venciera el don de la palabra;
si su visión
no se anegara tanto en el color exánime de sus lociones;
si su olfato
no predispusiera tanto a una atmósfera emulsionada de alcoba;
si al asentar su navaja
no volviese los ojos torcidamente
hacia uno;
si al rasarle a uno el bigote
tomándole por la nariz
no le dejase el labio leporino,
y pusiese en su boca un fruncimiento de beso pudibundo!
Poseedor
del pulso exacto de los perfectos desbrozamientos,
así sabe darse el escultórico placer
de arrancarse los rostros en la última limpidez
de los perfiles fisonómicos,
desde el fondo negro y blanco
de sus regresivos erizamientos
y de las espumas,
con que, sólo, se les sofoca.
Llegaría a consumarse
EL ARTISTA
si se decidiese, y
—en un cercén heroico, él, que tiene la navaja—
independizase de una vez
la cabeza,
del resto irreductible del cuerpo.
El pulverizador estallaría
con todas las salivas de su continencia.
Flotaría un olor de crimen ridículo, un instante,
pero el Arte se habría impuesto
al fin.
13-IX-24
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