Yo no soy
judío, pero desde que tengo recuerdos mi vida ha estado ligada de una forma u
otra al destino de Israel. Por ejemplo, contaba yo unos cinco añitos cuando mi
padre me llevó a ver un partido de baloncesto de la Copa de Europa en el que
los contendientes eran ni más ni menos que el Real Madrid y el Maccabi de Tel
Aviv. Quién venció no viene ahora al caso. Lo que sí viene es que un tiempo
después, en el colegio, me preguntaron que listara países europeos, y yo, ni
corto ni perezoso, habiendo visto jugar a los Macabeos, y habiendo escuchado la
canción israelí en el consabido festival de Eurovisión, empecé: "España,
Israel"... y no pude seguir, para mi sorpresa, porque me devolvieron al
pupitre por burro. Nunca lo entendí. Si camina como un pato, nada como un pato
y hace "cuac cuac" como un pato, es que es un pato. Y si Israel
jugaba en el campeonato de Europa y cantaba en Eurovisión, tenía que ser
europeo... Y la verdad es que por eso –y por muchas otras cosas: para empezar,
porque compartimos los mismos valores– sigo sin entender a quienes se niegan
hoy a aceptar a Israel como un país plenamente occidental. Un país, como dice
José María Aznar, "enclavado en Oriente Medio, pero no
mediooriental".
En otro plano,
y varias guerras después (sobre la del Yom Kippur llegué incluso a realizar un
trabajo para el instituto, apuntando ya a mi futuro profesional), pude
comprobar de primera mano lo que separa en calidad de vida y perspectiva de
futuro a ese pequeño país y a sus vecinos árabes. Por otra de mis dedicaciones,
la fotografía submarina, conozco bien la zona de Eilat, esa estrecha salida que
Israel tiene al Mar Rojo por el Golfo de Aqaba. Y puedo contar numerosísimas
anécdotas de lo que significó la retirada israelí del Sinaí, y de la desidia
administrativa y el destrozo social que llevaron consigo los egipcios. Desde el
82 me vi obligado a abandonar la seguridad de mis marineros judíos para caer en
manos de pilotos rusos y ucranianos prestados a El Cairo. Lo peor era la ruina
urbanística y medioambiental debida a un gobierno que expandía por igual el
turismo con divisas y el islam. Quien vaya hoy a Sharm el Sheik no sólo se
topará con la mezquita más grande de todo Egipto, sino que tendrá que escuchar
al gobernador de la provincia que los ataques de tiburón de que ocasionalmente
son objeto los turistas son planeados por el Mossad y los judíos. Y es que, a
pesar del tratado de paz firmado con la sangre de Sadat, desde el islam se sigue
alimentando el odio a Israel, por muy moderado que quiera presentarse.
Mi relación con
Israel cambiaría definitivamente el día en que me hice mayor y conocí a Bibi
Netanyahu, durante su primer mandato como primer ministro. Su personalidad me
impactó tanto como una foto que había visto de él, en un día de playa, con su
familia, rodeado de guardaespaldas; esa imagen tan insólita refleja la
constante amenaza que se ha cernido sobre Israel a lo largo de sus 62 años de
existencia. Aquella foto desgarradora la llevo siempre en mi cabeza, porque es
un buen recordatorio de lo que es vivir bajo una amenaza existencial. Y también
porque simboliza la fuerza de todo un pueblo por sobrevivir en un mar de
hostilidad, y cómo se puede lograr un futuro en paz, con fronteras seguras y
defendibles.
No fue Bibi,
sino su padre, Benzion Netanyahu, quien sembró en mí la visión que por
desgracia acabaría por hacerse realidad: el mundo se enfrentaría a las fuerzas
del mal, bajo la forma de un fundamentalismo islámico irreductible, y el
terrorismo nacionalista palestino se transformaría en yihadista. De su hijo, no
obstante, me queda la voluntad de luchar y vencer. Yo recomendaría la lectura
de algunos de sus libros, como How democracies can defeat domestic and
international terrorists y Terrorism: How the West can win,
imprescindibles para entender el mundo de hoy y la distancia que media entre
una decadente Europa, una América en retraimiento y un Israel decidido a
defenderse y prevalecer.
Precisamente
porque era muy consciente de que –en un punto que unos fijan en 1972, con la
reacción temerosa de muchos europeos tras la matanza de los juegos olímpicos de
Múnich, otros en 1973, con la Guerra del Yom Kippur, y algunos en 1981, con la
destrucción del reactor nuclear de Sadam Husein en Osirak– los valores
cotidianos y vitales de europeos e israelíes empezaban a divergir seriamente
(apaciguamiento frente a resistencia; pacifismo frente defensa; rendición
frente a autoafirmación), mi relación con Israel se fue profundizando: si hay un
lugar donde los valores que dieron origen al mundo occidental siguen estando
presentes es, precisamente, en Israel, esa pequeña nación que, al igual que la
aldea de Asterix y Obélix, se resiste a perder su independencia e identidad.
El problema
para Israel es que las guerras ya no se libran como uno quiere, y sus enemigos
han aprendido bien la lección de que no les conviene plantar cara a los
soldados de las IDF. De ahí que los aviones y tanques de las guerras de 1948,
1956, 1967 y 1973 hayan dado paso a los terroristas, y éstos a los terroristas
suicidas de las intifadas. Ya se combate en todos los frentes posibles, el
legal, el institucional, el cultural, el económico, el comercial..., porque lo
que se persigue es la idea de Israel, su existencia. Y en buena parte están
logrando sus objetivos por medio de una campaña global de deslegitimación del
estado judío.
En los últimos
años he dado cuanto he podido para luchar contra ese estado de cosas que culpa
a Israel de todo lo malo que acaece en la zona y en el resto del mundo, y que
ignora voluntariamente todo lo bueno que pasa y nace en Israel. Yo estoy más
que orgulloso, por ejemplo, de que personas como José María Aznar pongan en
marcha un proyecto como la Friends of Israel Initiative, en la que también participan
el premio Nobel de la Paz Lord Trimble, el antiguo mandatario de Perú y de
nuevo candidato a la presidencia de este país Alejandro Toledo, el filósofo
italiano Marcello Pera y el embajador John Bolton. La FII tiene el objetivo de
hacer ver que Israel es un país normal, una democracia más, con sus defectos y
virtudes, una parte esencial del mundo Occidental, por historia, valores e
intereses, y que, por tanto, no es justo ni inteligente ver en Israel una
tierra de conflictos e injusticias. Porque no es verdad.
Si echamos un
vistazo a la región, desde Marruecos a Pakistán, sólo hay una isla de
estabilidad y prosperidad: Israel; y sólo hay dos democracias: Israel e Irak.
Con el desmembramiento del Imperio Otomano, se tomó la decisión de dividir el
territorio en 23 países, 21 de ellos islámicos, uno cristiano y uno judío, algo
que los árabes nunca quisieron aceptar. A día de hoy, y gracias a los avances
de Hizbollá, el Líbano ya no es una nación cristiana. Que israel no deje de ser
judío por el peso de sus enemigos no sólo es un vital para los israelíes, sino
para todo el mundo civilizado. "Si Israel cae, todos caemos",
escribió Aznar hace unos meses en un diario de Londres. Y tenía razón. Si
Israel cae, Occidente dejará de existir. Y precisamente por eso, para
reforzarnos nosotros mismos, es necesario estar con Israel. Uno puede discrepar
de tal o cual política, de tal o cual partido, de tal o cual líder. Lo hacemos
todos y es sano. Pero nadie debería poner en cuestión el derecho a existir de
la única nación creada por mandato de las Naciones Unidas, Israel. Cuestionando
a Israel nos cuestionamos a nosotros. Así de claro. Porque damos alas a quienes
quieren poner fin a nuestro sistema de vida.
Eso es Israel
para mí ahora, un faro que nos sirve de guía, un reducto con el cual salvarnos,
una tierra de esperanza.
Y cuando me
preguntan por qué hago lo que hago y digo lo que digo, sólo se me ocurre una
respuesta: porque quiero que mi hijo pequeño pueda decir que Israel es parte
integral de Occidente, que es un país occidental, sin que le pongan mala nota
en el colegio. Ni más ni menos.
fuente: http://www.ilustracionliberal.com/47/que-significa-israel-para-mi-rafael-l-bardaji.html
http://www.diariodeamerica.com/front_notas_list.php?id_autor=59
bardaji@diariodeamerica.com | |||
Rafael
L. Bardají, español, es licenciado en Ciencias Políticas y Sociología
por la Universidad Complutense de Madrid. Cursó estudios de
especialización de seguridad y defensa en Inglaterra y EE UU. Fue
subdirector de Investigación y Análisis del Real Instituto Elcano y
fundador del Grupo de Estudios Estratégicos (GEES). Entre 1996 y 2000
fue asesor ejecutivo de los ministros de Defensa españoles Eduardo Serra
y Federico Trillo. Es miembro del Instituto Internacional de Estudios
Estratégicos (IISS) de Londres, del Consejo Internacional del Institute
for Foreign Policy Analysis (IFPA) de Massachussets, del Comité
Internacional de la Fondation pour la Recherche Stratégique de París y
del Conseil Economique de la Défense, dependiente del Ministerio de
Defensa francés. Ha publicado diversas obras sobre política exterior y
defensa, temas en los cuales fue uno de los principales asesores del
presidente del gobierno José María Aznar. Es Director de Política
Internacional de la Fundación FAES.
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