y DONDE HABRA TRABAJOS DE MIGUEL RONSINO.
Por problemas tecnicos no he podido incluir aquí copia de esos trabajos, pero como homenaje a este joven y talentoso artista plástico decidí publicar algunos de sus trabajos y comentarios criticos de su obra, tomados de su pagina web:
www.ronsino.com.ar
Los interesados pueden entrar a este interesante SITIO y apreciar parte de la obra del artista y leer varios textos y comentarios de Criticos de Arte.
Le deseo a Miguel Ronsino exito en su obra y en su vida.
Lic. Jose Pivín
frente al pueerto de Haifa
frente al Mar Mediterráneo
"VIRGEN DORMIDA"
"AUTORRETRATO CON PELUCA"
"GUARDIAN DE LA VIEJA BARCA DE PLATA"
"ESTE AMOR ES PARA SIEMPRE" - 2001
"EL QUE SIEMPRE LLORA"-2000
EN LA ORILLA DEL OJO:
UNA DECADA EN EL ARTE DE
MIGUEL RONSINO
Ciertamente en el arte, como en otras expresiones del inconsciente, lo liminal es en realidad el centro de gravedad. Los bordes de la conciencia son el corazón patrio de la imaginación. Nada escapa a la mente que no acepta la pretensión, la conformidad, y la familiaridad. Esta bien puede ser la única directiva instinctiva que el artista siempre obedece: para poder devorar el mundo de la experiencia, nada puede pasar desapercibido. Es una gula altruista, pues el artista desea transformar lo que primero debe ser digerido por las vías de la mente. Sólamente lo que así haya sido transformado puede sobrevivir los confines de una vida singular—y ése es el borde, la orilla que el artista busca conquistar por encima de todas las demás. Un excelente ejemplo de la gula altruista de una imaginación es la de Miguel Ronsino, uno de los pintores contemporáneos argentinos de mayor intensidad y complejidad.
A primera vista, las pinturas de Ronsino proclaman su presencia firme como escenarios en los cuales la vida consciente e inconsciente comparten poderes iguales. El paisaje funge como el escenario primordial de la mayoría de estas obras, pero Ronsino evoca un terreno que pertence al inconsciente mientras que simultáneamente se regodea en la inmediatez vibrante de la vida diurna. Si hay un subtexto persistente en la obra de Ronsino es la teatralidad del mundo natural, legado del arte onírico—del Romanticismo, Bocklin, Ernst, Matta—que Ronsino ha hecho suyo.
La teatralidad surge cuando una obra de arte yuxtapone la búsqueda por el significado en los símbolos—de la cual surgen el lenguaje y la filosofía—con la apertura receptiva a la red de fuerzas y elementos que constituyen el mundo natural—de la cual surge la reflexión y la revelación. Ambos polos son esenciales, pues el imperativo semiótico establece la coherencia de las ideas, la trama, y el lenguaje, mientras que la disposición receptiva nos permite aceptar la presencia radical y totalizadora del mundo en la mente. Irónicamente, es la disposición receptiva que provée poder y acción a la imaginación, mientras que la búsqueda por significado es la que brinda la estabilidad de signos y símbolos, la cual asegura la comunicabilidad de las ideas. La tensión entre estos dos imperativos es lo que mueve la obra de Ronsino.
En La isla de los besos muertos Ronsino desvela un mundo natural cuyas luces truncadas y descampados fracturados son enredados por una oscuridad en rescoldo fraguada con pigmentos fundidos y fragmentos de acrílico quebrado adheridos a la superficie. La naturaleza como caverna penetrada enarbola sus intimidades complicadas. En este escenario, el camino y el irrumpir del cielo se hacen superficies que nos llevan sólamente a si mismas, a sus radicales presencias. No son, por ende, caminos y espacios abiertos, sino paisajes internos de la escena más amplia. Pero lejos de ser dominios encerrados, son órganos en la teatralizada anatomía de la imaginación, vinculados al cuadro vivo y unificado.
A veces Ronsino hace referencia explícita al teatro, como es el caso en Beluga, cuya presencia es enmarcada en las cortinas de pliegos de papel. Una máscara contempla la escena, y dentro de ella surge una ciudad—el macrocosmo convertido en símbolo y personificado en escena. La escritura en la parte baja habla del amor, o más precisamente es una parodia del discurso ingenuo con el cual por lo regular se expresa este sentimiento. Un ojo humano, escudado en acrílico, nos mira intensamente desde la ballena blanca. En Fuego negro una figura se convierte en vesículo de redes, en diálogo metonímico con los elementos del paisaje que lo rodean—volcán, desierto, rama. Una serpiente fálica y la postura ritual evocan reverencias ancestrales. El abrazo metonímico de figura y paisaje reafirma la paternidad ritualista del teatro. Anclar el caracter tropológico del teatro en el rito también se activa en la silueta, semejante a una estela, en La cautivada—ambiguamente, una mujer embrujada y prisionera—al igual que en el cuerpo flácido y expuesto del infante en El niño de las piedras. Las lianas de fuego de la naturaleza son el yin al yang de las figuras.
Los ojos propiamente son importantes en el arte de Ronsino, símbolo paradójico en su complejidad y claridad. En Ojo preso y La sangre derramada la imagen del ojo toma centro de escena. Espacios fracturados, yuxtaposiciones, vacíos visibles—todos motivos y recursos recurrentes en la obra de Ronsino—exaltan en estas dos obras las resonancias oníricas del ojo. Ninguna otra parte de la anatomía rivaliza la pureza geométrica del ojo, emparejándola por coincidencia con los cuerpos celestiales de cuya luz dependemos para poder ver, y para vivir. El sentido maestro, el cual sirve de metáfora de toda comprensión, la visión es posible gracias al órgano que no puede verse a sí mismo sino en reflexión. Por ende, es diosa también de esa función, disco solar alado y adorada como enigma íntimo. Sin embargo, Ronsino recupera, en su manejo de este símbolo, el surrealismo agresivo de Dalí y la amargura irónica de Galán. El ojo, de esta forma, se convierte en un personaje más que en un símbolo, esa parte nuestra que añora su propia voz en los teatros del arte y los sueños. El ojo sabe que ha visto los sacrificios y martirologios, aun cuando las vanidades del ser prefieren el olvido táctico en materia de la verdad.
A fin de cuentas, el ojo es la persona-máscara que desenmascara, especialmente cuando surge en el escenario en miniatura de la máscara, expresado con la mayor claridad por Ronsino en sus collages. Platos desechables y otros escombros de la cotidianidad moderna son quemados y torturados para convertirse en iconos de la voz en busca de la personalidad de la expresión—no la personalidad del hablante. Esa, finalmente, es la misión de una vida arrancada de las orillas que se han hecho centrales a la reflexión y la imaginación. La ventana quebrada del escenario es la máscara, la imagen cuya insularidad en el mundo la hace dueña de sus límites, y una renuente a entregar su poder ardiente.
Ricardo Pau Llosa.
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BRUMA MORGANA
(Miguel Ronsino y las apariciones de la pintura).
Miguel Ronsino, a través de una escritura pictórica inconfundible, se adentra en sensibilidades difusas y definidas a un mismo tiempo. Es como si la pintura le permitiera vincular tópicos considerados tradicionalmente como opuestos. Él vincula, con toda delicadeza, la bruma y lo delimitado, posibilitando que frondosos follajes acicalen elementos únicos que escapan a la voracidad del todo. A su pintura la mueve un aparecer de las cosas donde las consideraciones estables poco importan. Ese aparecer es de un espíritu barroco inestimable, sumamente denso y vívido, sin concesiones a la división.
Su obra semeja un altar a la unidad del todo. Sin embargo, en la inmensidad se huele el protagonismo de algunos sujetos incandescentes. Aves o cascadas, por ejemplo, exhalan un rumor propio que los distingue y subraya. Un rumor inalterable y exquisito: alquimista; tan oriental y místico, como profano y terrestre. Miguel, que conoce la universalidad honda de la poíesis, sabe, también, la condición estrictamente inescrutable del lenguaje. Tal arcanidad, tan propia a la pintura genuina, nos conduce por tonalidades y sentimientos que sólo percibe quien se anima a ver con todo el peso de la mirada. Tibios celestes, verdes existenciales, negros rocosos o alaridos fulgurantes en el blanco del plomo, cortejan la invocación de un arbolario real e imaginario donde podrían convivir cactáceas y helechos, o musgos con claveles. Es así que el aliento barroco acaricia una sensibilidad decimonónica cercana al romanticismo que expresaran los revolucionarios plenos; pienso en el ser tortuoso emparentado a las valquirias y a los nibelungos, vaporizado en las ánimas de los amorosos falansterios emplazados en el corazón de bosques pantagruélicos. Se trata de un ser espiritual, distanciado de la razón acartonada. Un ser pleno de matices, digno de la invención de nuevas lunas y pigmentarias; un ente flotante y aledaño, pictórico.
Pero es en el aparecer donde reside la clave interpretativa del inquietante mundo de Miguel Ronsino. Según la enciclopedia Salvat en su edición de 1969 -edición que prosigue los cánones del siglo XVIII, es decir, con artículos firmados por reconocidos académicos y eruditos- la transliteración del griego phantasma viene a significar, en primer término, aparición. En este sentido las presentes pinturas, caracterizadas por una fragilidad sensual intransigente, aparecen; son, etimológicamente, fantasmas: apariciones intrigantes de pincelada sutil y etérea. Rememoran ciertas visiones que cautivan la espiritualidad perenne. Me recuerdan al espejismo Fata Morgana: quizá el más resonante entre las antiguas mentalidades, para quienes ese preciso fenómeno, observable, por ejemplo, en el estrecho de Mesina, era responsabilidad de un hada. Estas piezas reviven la suntuosa elegancia de lo inconcebible, hacen justicia a lo nebuloso y distorsionado. Es por ello que la bruma, como espacio carente de límites, se impone. Es una bruma clarividente y mágica: de espectros, una bruma Morgana.
Miguel Ángel Rodríguez, Prólogo de "Lisérgico Pastoril", Septiembre de 2009.
Ciertamente en el arte, como en otras expresiones del inconsciente, lo liminal es en realidad el centro de gravedad. Los bordes de la conciencia son el corazón patrio de la imaginación. Nada escapa a la mente que no acepta la pretensión, la conformidad, y la familiaridad. Esta bien puede ser la única directiva instinctiva que el artista siempre obedece: para poder devorar el mundo de la experiencia, nada puede pasar desapercibido. Es una gula altruista, pues el artista desea transformar lo que primero debe ser digerido por las vías de la mente. Sólamente lo que así haya sido transformado puede sobrevivir los confines de una vida singular—y ése es el borde, la orilla que el artista busca conquistar por encima de todas las demás. Un excelente ejemplo de la gula altruista de una imaginación es la de Miguel Ronsino, uno de los pintores contemporáneos argentinos de mayor intensidad y complejidad.
A primera vista, las pinturas de Ronsino proclaman su presencia firme como escenarios en los cuales la vida consciente e inconsciente comparten poderes iguales. El paisaje funge como el escenario primordial de la mayoría de estas obras, pero Ronsino evoca un terreno que pertence al inconsciente mientras que simultáneamente se regodea en la inmediatez vibrante de la vida diurna. Si hay un subtexto persistente en la obra de Ronsino es la teatralidad del mundo natural, legado del arte onírico—del Romanticismo, Bocklin, Ernst, Matta—que Ronsino ha hecho suyo.
La teatralidad surge cuando una obra de arte yuxtapone la búsqueda por el significado en los símbolos—de la cual surgen el lenguaje y la filosofía—con la apertura receptiva a la red de fuerzas y elementos que constituyen el mundo natural—de la cual surge la reflexión y la revelación. Ambos polos son esenciales, pues el imperativo semiótico establece la coherencia de las ideas, la trama, y el lenguaje, mientras que la disposición receptiva nos permite aceptar la presencia radical y totalizadora del mundo en la mente. Irónicamente, es la disposición receptiva que provée poder y acción a la imaginación, mientras que la búsqueda por significado es la que brinda la estabilidad de signos y símbolos, la cual asegura la comunicabilidad de las ideas. La tensión entre estos dos imperativos es lo que mueve la obra de Ronsino.
En La isla de los besos muertos Ronsino desvela un mundo natural cuyas luces truncadas y descampados fracturados son enredados por una oscuridad en rescoldo fraguada con pigmentos fundidos y fragmentos de acrílico quebrado adheridos a la superficie. La naturaleza como caverna penetrada enarbola sus intimidades complicadas. En este escenario, el camino y el irrumpir del cielo se hacen superficies que nos llevan sólamente a si mismas, a sus radicales presencias. No son, por ende, caminos y espacios abiertos, sino paisajes internos de la escena más amplia. Pero lejos de ser dominios encerrados, son órganos en la teatralizada anatomía de la imaginación, vinculados al cuadro vivo y unificado.
A veces Ronsino hace referencia explícita al teatro, como es el caso en Beluga, cuya presencia es enmarcada en las cortinas de pliegos de papel. Una máscara contempla la escena, y dentro de ella surge una ciudad—el macrocosmo convertido en símbolo y personificado en escena. La escritura en la parte baja habla del amor, o más precisamente es una parodia del discurso ingenuo con el cual por lo regular se expresa este sentimiento. Un ojo humano, escudado en acrílico, nos mira intensamente desde la ballena blanca. En Fuego negro una figura se convierte en vesículo de redes, en diálogo metonímico con los elementos del paisaje que lo rodean—volcán, desierto, rama. Una serpiente fálica y la postura ritual evocan reverencias ancestrales. El abrazo metonímico de figura y paisaje reafirma la paternidad ritualista del teatro. Anclar el caracter tropológico del teatro en el rito también se activa en la silueta, semejante a una estela, en La cautivada—ambiguamente, una mujer embrujada y prisionera—al igual que en el cuerpo flácido y expuesto del infante en El niño de las piedras. Las lianas de fuego de la naturaleza son el yin al yang de las figuras.
Los ojos propiamente son importantes en el arte de Ronsino, símbolo paradójico en su complejidad y claridad. En Ojo preso y La sangre derramada la imagen del ojo toma centro de escena. Espacios fracturados, yuxtaposiciones, vacíos visibles—todos motivos y recursos recurrentes en la obra de Ronsino—exaltan en estas dos obras las resonancias oníricas del ojo. Ninguna otra parte de la anatomía rivaliza la pureza geométrica del ojo, emparejándola por coincidencia con los cuerpos celestiales de cuya luz dependemos para poder ver, y para vivir. El sentido maestro, el cual sirve de metáfora de toda comprensión, la visión es posible gracias al órgano que no puede verse a sí mismo sino en reflexión. Por ende, es diosa también de esa función, disco solar alado y adorada como enigma íntimo. Sin embargo, Ronsino recupera, en su manejo de este símbolo, el surrealismo agresivo de Dalí y la amargura irónica de Galán. El ojo, de esta forma, se convierte en un personaje más que en un símbolo, esa parte nuestra que añora su propia voz en los teatros del arte y los sueños. El ojo sabe que ha visto los sacrificios y martirologios, aun cuando las vanidades del ser prefieren el olvido táctico en materia de la verdad.
A fin de cuentas, el ojo es la persona-máscara que desenmascara, especialmente cuando surge en el escenario en miniatura de la máscara, expresado con la mayor claridad por Ronsino en sus collages. Platos desechables y otros escombros de la cotidianidad moderna son quemados y torturados para convertirse en iconos de la voz en busca de la personalidad de la expresión—no la personalidad del hablante. Esa, finalmente, es la misión de una vida arrancada de las orillas que se han hecho centrales a la reflexión y la imaginación. La ventana quebrada del escenario es la máscara, la imagen cuya insularidad en el mundo la hace dueña de sus límites, y una renuente a entregar su poder ardiente.
Ricardo Pau Llosa.
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BRUMA MORGANA
(Miguel Ronsino y las apariciones de la pintura).
Miguel Ronsino, a través de una escritura pictórica inconfundible, se adentra en sensibilidades difusas y definidas a un mismo tiempo. Es como si la pintura le permitiera vincular tópicos considerados tradicionalmente como opuestos. Él vincula, con toda delicadeza, la bruma y lo delimitado, posibilitando que frondosos follajes acicalen elementos únicos que escapan a la voracidad del todo. A su pintura la mueve un aparecer de las cosas donde las consideraciones estables poco importan. Ese aparecer es de un espíritu barroco inestimable, sumamente denso y vívido, sin concesiones a la división.
Su obra semeja un altar a la unidad del todo. Sin embargo, en la inmensidad se huele el protagonismo de algunos sujetos incandescentes. Aves o cascadas, por ejemplo, exhalan un rumor propio que los distingue y subraya. Un rumor inalterable y exquisito: alquimista; tan oriental y místico, como profano y terrestre. Miguel, que conoce la universalidad honda de la poíesis, sabe, también, la condición estrictamente inescrutable del lenguaje. Tal arcanidad, tan propia a la pintura genuina, nos conduce por tonalidades y sentimientos que sólo percibe quien se anima a ver con todo el peso de la mirada. Tibios celestes, verdes existenciales, negros rocosos o alaridos fulgurantes en el blanco del plomo, cortejan la invocación de un arbolario real e imaginario donde podrían convivir cactáceas y helechos, o musgos con claveles. Es así que el aliento barroco acaricia una sensibilidad decimonónica cercana al romanticismo que expresaran los revolucionarios plenos; pienso en el ser tortuoso emparentado a las valquirias y a los nibelungos, vaporizado en las ánimas de los amorosos falansterios emplazados en el corazón de bosques pantagruélicos. Se trata de un ser espiritual, distanciado de la razón acartonada. Un ser pleno de matices, digno de la invención de nuevas lunas y pigmentarias; un ente flotante y aledaño, pictórico.
Pero es en el aparecer donde reside la clave interpretativa del inquietante mundo de Miguel Ronsino. Según la enciclopedia Salvat en su edición de 1969 -edición que prosigue los cánones del siglo XVIII, es decir, con artículos firmados por reconocidos académicos y eruditos- la transliteración del griego phantasma viene a significar, en primer término, aparición. En este sentido las presentes pinturas, caracterizadas por una fragilidad sensual intransigente, aparecen; son, etimológicamente, fantasmas: apariciones intrigantes de pincelada sutil y etérea. Rememoran ciertas visiones que cautivan la espiritualidad perenne. Me recuerdan al espejismo Fata Morgana: quizá el más resonante entre las antiguas mentalidades, para quienes ese preciso fenómeno, observable, por ejemplo, en el estrecho de Mesina, era responsabilidad de un hada. Estas piezas reviven la suntuosa elegancia de lo inconcebible, hacen justicia a lo nebuloso y distorsionado. Es por ello que la bruma, como espacio carente de límites, se impone. Es una bruma clarividente y mágica: de espectros, una bruma Morgana.
Miguel Ángel Rodríguez, Prólogo de "Lisérgico Pastoril", Septiembre de 2009.
fuente: http://www.ronsino.com.ar/MR_textos.htm
MIGUEL RONSINO POR MIGUEL RONSINO:
Nací en Chivilcoy, provincia de Buenos Aires, en febrero de 1968. Viví en esa ciudad hasta comienzos de 1987, año en el que me traslade a Buenos Aires.
En 1988 obtuve la beca FATLYF y me dedique sólo al estudio. En la Escuela Nacional de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón, obtuve el titulo de profesor de Pintura (1987 y 1991).
En 1990 ingrese al taller de Celia Speroni donde dicte mis primeras clases.
A partir de 1989 comencé a exponer en distintas ciudades del país y del exterior: Buenos Aires, La Plata, Mercedes, Luján, Zárate, Chivilcoy, Gualeguaychú, Madrid (España), Distrito Federal (México), Salvador de Bahía (Brasil), Long Beach, Miami, New York (USA), New Delhi, Jaipur (India), Damasco (Siria), Ankara (Turquia).
Hoy mis obras forman parte de colecciones de Argentina, Brasil, Venezuela, España, Alemania, Francia, India y Estados Unidos. Actualmente vivo y trabajo en Buenos Aires.
FUENTE: http://www.boladenieve.org.ar/node/9689
Miguel.ronsino@gmail.com
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