viernes, 6 de agosto de 2010

Argentinos, con terror a ser expulsados de EEUU- Son al menos 3.000 los que viven en Arizona, donde se

implementa una ley durísima contra
la inmigración. Hoy sufren la xenofobia.




Por Gustavo Sierra
Arizona, enviado especial



"Son veinte dólares”, alcanzó a decir Marta antes de que la garganta se le cerrara y no pudiera contener el sollozo. Cuando se repuso dijo que mejor no, que ya no estaba en venta la cunita verde pastel que había sacado al jardín de su casa en Mesa, un suburbio de Phoenix, Arizona. “¡Así tenga que cargarla en mi espalda toda la vida, me la llevo. La cunita de Miriam, no!”, dice secándose las lágrimas con la manga de la remera como cuando era chica en Rosario. Miriam es su hija de 9 años.





La mamá está vendiendo todo lo que puede para irse a probar suerte a Texas. La que iba a comprar la cuna es una vecina mexicana. Ella se queda hasta que nazca su nuevo bebé en dos meses. Después, también va a tener que vender todo y partir. Marta, esta argentina que se oculta, no quiere dar su apellido ni que le saquen fotos, es indocumentada y desde hace dos años, como al resto de los latinoamericanos sin papeles, es perseguida por las fuerzas policiales del sheriff Joe Arpaio y otros comisarios de Arizona que están envalentonados por la Ley antiinmigrante SB1070 que les otorga poder para detener a cualquier sospechoso de ser un inmigrante ilegal y expulsarlo.



“Mi hija nació acá, en Arizona. Creía que esta era mi casa. Pero no, ahora es de estos racistas. Me voy con Miriam y la cunita que es lo único que voy a conservar de este lugar”, dice Marta mientras se sube a la camioneta Bronco con la que va a manejar hasta Austin.


El jueves, una jueza detuvo parcialmente la aplicación de la controvertida ley. Pero la parte gruesa de la medida, que permite la expulsión inmediata de los trabajadores del campo que no tienen permiso especial y la prohibición para los empleadores de contratar a personas sin residencia permanente, sigue vigente.




Todo esto provocó duras manifestaciones en el centro de la vieja ciudad de los cowboys, así como el éxodo de miles de latinoamericanos que viven aquí desde hace al menos una década. Entre ellos, unos 3.000 argentinos (según fuentes del Consulado argentino) que habían escapado de la crisis económica argentina de principios del 2000, cuando aún regía el “waiver” que permitía viajar a Estados Unidos sin visa. La mayoría de ellos llegaron a otros estados y luego se mudaron a Arizona para aprovechar las oportunidades que daba aquí el boom inmobiliario.



Cuando golpeó la crisis financiera de fines de 2008, todo se derrumbó. Se paró la construcción, los bancos cayeron en bancarrota, los inversionistas huyeron y los trabajadores quedaron en la calle. La inseguridad económica provocó miedo y xenofobia. Los antiguos residentes anglos le echan la culpa a los que supuestamente vienen a quitarles trabajo. Tres mil argentinos quedaron atrapados en esta ratonera.


Marcos, 42 años, es uno de esos compatriotas. Se vino en 1999 a Nueva York. Allí se enteró de la burbuja inmobiliaria que comenzaba a gestarse en Arizona y se aventuró a Phoenix. Trabajaba 18 horas por día y dormía apenas cuatro, pero muy poco después pudo traer a su mujer Isabel y a Belén, la hija, que tenía 6 años. Hacía el turno noche en un hotel llevando y trayendo gente desde el aeropuerto y a la mañana se iba directamente a pintar casas. “Podías hacer más de 1.000 dólares limpios por semana. Y pagaba un alquiler de 700 por mes por una linda casita de dos dormitorios y dos baños. Vivíamos bien, mucho mejor que en Buenos Aires”, cuenta Marcos en su casa en el valle de Santan, a una hora del downtown de Phoenix.


Seis años después de llegar, Marcos e Isabel se compraron una casa. El banco les dio 140.000 dólares a pagar en 30 años. Eran 850 por mes, casi lo del alquiler. Para esa época, él también entró a trabajar en una empresa haciendo plomería. Belén iba a la escuela intermedia, estaba totalmente integrada. De tez muy clara y ojos azules, todos pensaban que era una de las tantas chicas americanas que habían llegado con sus padres por el boom económico. Parecía que el sueño americano no era un cuento. “Todo hasta que apareció la Ley del “E-Verify” por la que el empleador tiene la obligación de verificar el estatus legal del trabajador. Esa ley entró en vigencia en enero de 2008. Si tenías un trabajo y lo mantenías, todo bien. Pero si te echan, es como una orden de expulsión. No conseguís trabajo nunca más”, cuentan Marcos e Isabel a coro. Con la crisis, a Marcos lo dejaron cesante.


Pero no había llegado lo peor. La discusión sobre la Ley SB1070 trajo mucha discriminación. “El clima se volvió muy oprimente. Ves a los patrulleros por todas partes deteniendo gente. Vivís con terror”, agrega Isabel, que no salió de su casa en la última semana porque sabe que las amenazas que lanza el sheriff Arpaio cada noche en la televisión son muy reales. “Tiemblo cuando Marcos llega diez minutos tarde. Imaginate si lo agarran y lo deportan. ¿Que hacemos nosotras?”.
Belén no eligió venir acá ni puede irse. Sólo sufre las consecuencias.






Fue elegida recientemente cheerleader, una de las chicas que alientan al equipo de fútbol de su escuela, ¿Qué otra cosa se le puede pedir a la vida a los 16 años? Pero ante sus amigos tiene que andar escondiendo el secreto de ser una indocumentada. Ella no puede sacar la licencia de conducir como lo hacen sus amigas. Ni tampoco se puede hacer muchas ilusiones de ir a la universidad. Sin residencia no hay becas y pagar una privada es imposible para un trabajador. “Me siento muy nerviosa. Parezco que soy como las otras porque no tengo aspecto de mexicana, pero no lo soy”, larga en una frase que la libera y le provoca el llanto. “Tengo que andar mintiendo todo el tiempo porque no puedo hacer lo que hacen las otras chicas”, agrega entre lágrimas.


El paisaje es magnífico. El Shea Boulevard serpentea por entre medio de colinas cubiertas de enormes cactus con sus pencas apuntando a cualquier lado. Las montañas del fondo tienen esas formas cubistas tan particulares. Esta fue tierra de los indios navajos, de enormes manadas de vacas y vaqueros lanzando tiros al aire. Ahora, es la puerta para la Fountain Hills, una pequeña ciudad de condominios entre campos de golf y lagunas. Allí vive desde hace 20 años Claudio Lazzatti, que se vino desde Barracas para armar una empresa de limpieza y otra de construcciones. Es tan inmigrante como los otros, pero tiene una visión totalmente diferente.




“Es como si te entraran a la parte de atrás de tu casa y te tomaran el terreno, se armaran una villa y encima te exigieran que les dieras trabajo. Así es como sienten acá respecto a los inmigrantes que cruzan la frontera sin papeles. Si vos cumplís con la ley, acá no tenés ningún problema”, dice mientras camina por un parque que tiene un chorro que lanza agua a treinta metros, en un lugar que era un desierto. “Mirá, yo busco gente, pongo un aviso diciendo que tengo trabajo en la construcción o la jardinería y no me llama nadie. O sobra el trabajo o no están dispuestos a trabajar, como dicen, por un sueldo módico. Y desde que estoy acá, hace 20 años, vi sólo una vez a un argentino. ¿No quieren trabajar?”.


La respuesta, tal vez, la tiene Ignacio, que vino hace diez años para juntar dinero y terminar de pagar una deuda que le había quedado en su Mendoza. Empezó trabajando en una compañía de electricidad. Llegó a tener a su cargo una cuadrilla con ayudantes. Se especializaba en la construcción de mansiones. “Nunca me pidieron ningún papel. Veían que yo era responsable y que hacía bien mi trabajo y listo”, cuenta mientras toma un ice-coffee que alivie los 43 grados de calor en un Starbucks del barrio de Tempe. Cuando terminó el boom inmobiliario, la compañía cerró. Ya había entrado en vigencia la ley.




“Me pasó lo que no me había pasado nunca. Lugar donde iba, lugar donde me pedían la residencia”. Comenzó a armarse una pequeña empresita de arreglos en general. Pero cada vez lo llaman menos. “Antes tenía dos o tres pedidos por día. Ahora, tengo dos o tres por semana”. Hace seis años conoció a su mujer, Trini, una mexicana que está embarazada de seis meses. “Cuando nazca el bebé tendremos que decidir. Pero a Argentina no vuelvo. Tengo 39 años. Si no me dan trabajo acá, te imaginás allá. Ya soy viejo. Me la tengo que jugar hasta el final”, dice amargado.


Scottsdale es uno de los suburbios de la clase media acomodada. En una cafetería se encuentran otras dos argentinas y la hija de una de ellas. Candela Alvarez es una periodista que vino con sus padres hace nueve años a poner un restaurante. Susana Luongo llegó hace 30 años con su marido médico, es fonoaudióloga y vende productos farmacéuticos. Natalie tiene 24 años y es una de sus cuatro hijas; está terminando su carrera universitaria. Las tres trabajaron juntando firmas contra la ley SB1070 para que no expulsen a sus compatriotas. “Los argentinos estamos acostumbrados a las crisis. Vamos a sobrevivir a esto también”, expresa con optimismo Susana. “Sí, pero también somos un híbrido. No nos quieren ni los anglos ni los otros hispanos. Para unos somos tan inmigrantes como el resto, pero para los otros, somos más blanquitos, mejor preparados y generamos envidia”, agrega Natalie. Y las dos coinciden en que hay un racismo larvado. “Fijate que yo puse en mi Facebook -cuenta Natalie- que estaba contra la ley y nadie me hizo ningún comentario. En cambio, mi novio, que es estadounidense, puso lo mismo y los mismos amigos le dijeron de todo. A él lo creen un traidor”. “Esta ley fue una desgracia. Cayó como un rayo sobre nosotros, tengamos o no residencia. Aquí floreció una xenofobia que está larvada en la sociedad estadounidense y que amenaza con extenderse a muchos otros estados”, agrega Candela.


Por la carretera 60 se llega al Superstition Freeway. Allí viven Juan y su esposa Gloria. Ellos ya sufrieron el golpe más duro. Su hijo argentino, nacido en Santa Fe, cumplió sus 20 años en la cárcel por ser un indocumentado. Hace dos meses tuvo una discusión con su novia, un vecino molesto lo denunció, la policía se lo llevó por no tener residencia oficial y lo entregó a Migraciones. Desde entonces, está en la cárcel de Florence esperando la deportación. “Dicen que en cualquier momento lo mandan para Los Angeles y de ahí a Buenos Aires”, cuenta Juan. Gloria está muy afectada. Ni siquiera lo pueden visitar. Si uno no es un residente legal de Arizona no puede entrar al lugar. Dice que el chico los llama y les asegura que está bien, pero ella está preocupada.


“Esto es culpa de esta ley y de este señor Arpaio que nos quiere ver a todos muertos. Hace dos semanas nos pararon cuando veníamos de una fiesta en la iglesia evangélica a la que pertenecemos. Fue todo muy feo. Mi otra hija de 10 años se asustó y les empezó a gritar “no se lleven a mi papá…no se lo lleven”. Por suerte nuestro pastor nos sacó de la situación. De lo contrario estábamos ya junto a mi hijo”, cuenta Juan en la cocina de su casa. Por otro lado, él es un privilegiado porque sigue conservando su trabajo en una empresa de paneles solares. Pero Gloria quiere dejar todo y regresar a Chino, California, que fue el primer lugar donde vivieron. “Acá tengo miedo de andar en la calle. Es por mi hija. Tengo terror de que me la saquen como a mi otro hijo”.


Qué dice la ley




La ley SB1070 entró en vigencia el jueves pasado en Arizona. En principio, autoriza a la Policía a detener “por simple sospecha” a cualquier persona que “parezca” inmigrante ilegal, para así acelerar los trámites de expulsión del país. A pedido del gobierno federal de Barack Obama, una jueza suspendió el mismo jueves parte de la ley por considerar que iguala al inmigrante con un delincuente. La jueza reclamó que la detención no se produzca si no está comprobada la ilegalidad. El fallo sigue en discusión y en noviembre será tratado por una Cámara de Apelaciones. La Policía de Arizona, mientras tanto, seguirá deteniendo.

fuente: DIARIO 'LOS ANDES', Mendoza-Argentina
6 DE AGOSTO 2010








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