sábado, 31 de enero de 2009

Medio Oriente, cuestión de Estado

Rogelio Alaniz

En recientes declaraciones, el jefe político de Hamas en Damasco, Khaled Mashal, dijo que Israel es un Estado artificial. Tiene razón. Israel es un Estado artificial, es decir, el producto de una decisión política. Lo que Mashal debería saber es que todos los Estados nacionales en la modernidad son artificiales, no hay ningún Estado natural, hijo de la naturaleza o nacido como consecuencia de una decisión divina.

Israel es tan artificial como Uruguay, Bolivia, Paraguay o la Argentina. Los Estados son productos de procesos históricos. Se constituyen en procesos largos y duros. En ese devenir se juegan intereses y pasiones y los hombres encuentran una causa para vivir y una causa para morir.

La historia de la formación de los Estados incluye guerras, derramamientos de sangre e injusticias, pero también actos de heroísmo y consistentes progresos civilizatorios.


En la historia de la humanidad nunca hubo titularidad definitiva sobre las fronteras. No la hubo en el pasado y es posible que no la haya en el futuro. Si un Estado se mantiene, no es porque la naturaleza lo disponga sino porque las circunstancias históricas lo hacen posible. Lo deseable son las fronteras estables, las resoluciones pacíficas; pero eso es lo deseable, no lo inevitable, entre otras cosas porque la historia de la humanidad ha demostrado que no siempre lo deseable es lo que se realiza.


Valgan estas consideraciones para poner punto final a una discusión estéril acerca de los derechos de Israel a estar donde está. Ese derecho puede invocar razones bíblicas, pero en lo fundamental, es un derecho que Israel ha ganado, y lo ha ganado, al decir de Churchill, con sangre, sudor y lágrimas. También con lucidez e inteligencia, coraje y creatividad.

Líderes excepcionales, maestros en el arte de la diplomacia, el comercio y la guerra lograron la hazaña.


En 1948 las Naciones Unidas no inventaron a Israel, lo que hicieron fue reconocerla. Israel existe jurídicamente desde 1948, pero políticamente en la década del treinta ya reunía los requisitos para ser Estado.

Fue en esos años que le ganó la batalla política y moral a los árabes. Las posteriores victorias militares serían una consecuencia de aquella situación.


Cuando las Naciones Unidas aprobaron la resolución 181, Israel contaba con ejército propio, economía rural desarrollada, universidad de excelencia, burocracia administrativa, idioma nacional -verdadera hazaña lingüística que hasta el día de hoy sigue siendo motivo de asombro para los académicos- y una clase dirigente sabia y honrada.

Dicho con otras palabras, mucho antes de 1948, Israel ya tenía desarrollados los atributos de la estatidad.
Cuando en 1948 se iniciaron las acciones militares, doce naciones árabes se enfrentaron con Israel.

En el mundo judío esa guerra se recuerda como la guerra de liberación. Enfrentaron a sus enemigos, los derrotaron y se apoderaron de más territorios. Esa decisión hoy es debatida por los historiadores, pero la consistencia de los hechos impide ir más allá de un debate académico.


Nada parecido ocurre en el mundo árabe. Por un lado, las feroces disputas internas le impiden elaborar una táctica más o menos eficaz para poner límites a la colonización judía.

Al Mufti de Jerusalén, el hombre políticamente más poderoso en la región, no se le ocurre nada mejor que transformarse en un asistente de Hitler. Después está la corrupción del mundo árabe, una corrupción que mina la moral de sus hombres a costa del enriquecimiento de sus jefes.

Por último, un detalle histórico que no es menor: los colonos judíos pudieron asentarse en esos territorios porque les compraron las tierras a propietarios árabes que no tenían ningún escrúpulo -ni religioso ni moral- para vender sus propiedades al supuesto enemigo judío.


Insisto: a una nación, a un Estado nacional hay que desearlo, pero por sobre todas las cosas, merecerlo. El drama en Medio Oriente se expresa en esta asimetría institucional: Israel es un Estado con todos los derechos y deberes de un Estado, mientras que en Cisjordania lo que hay es un protoestado y en la Franja de Gaza una banda terrorista financiada por la teocracia de Irán.

En esas condiciones se hace muy difícil acordar la paz porque las diferencias de status son abismales.


Digamos que, en los días que corren, el Estado de Israel es una realidad difícil de desconocer. Su ingreso per cápita triplica al de la Argentina y ha desarrollado las tres condiciones básicas de las sociedades abiertas: capital humano expresado en sus científicos y académicos; capital institucional expresado en un sistema democrático y una sociedad que comparte estos paradigmas y capital económico con un nivel de inversión, innovación y apertura a los mercados que lo coloca entre las veinte mayores economías del mundo.

Suponer que a esa realidad se la puede destruir con atentados terroristas es, en el más suave de los casos, un delirio.


Por su lado, la situación de los palestinos es muy compleja. Desde el punto de vista de la estatidad tienen serias dificultades para organizarse. Hoy los palestinos están divididos territorial y políticamente. Mientras en Cisjordania gobierna la ANP, en la Franja de Gaza el poder lo ejerce Hamas, poder conquistado a través de un golpe de mano que estuvo a punto de dar inicio a la guerra civil.


Conviene recordar que, con grandes costos internos, el entonces primer ministro de Israel, Ariel Sharon, desalojó a los colonos judíos de la Franja de Gaza. Lo que era una señal inequívoca para iniciar tratativas de paz fue interpretado por Hamas como una señal de debilidad, un punto de partida para abordar una ofensiva que concluyera arrojando a los judíos al mar.


Durante tres años, Hamas disparó alrededor de siete mil misiles. En Israel no existe una posición exclusiva respecto de cómo responder a estas provocaciones. Hay pacifistas de todos los colores y halcones para todos los gustos, como corresponde a una sociedad democrática.

Lo que sucede es que más allá de las posiciones de políticos y grupos del poder, hay también una opinión pública que se expresa e influye. Esa opinión pública es la que presiona para que Israel ponga punto final a los ataques de Hamas.


Se dice que la respuesta es desproporcionada. ¿Cuáles son las proporciones contra un enemigo que promete la destrucción del Estado, que está apoyado por dos potencias territoriales como son Siria e Irán y que cuenta con la solidaridad de millones de árabes? ¿Quién es David y quién es Goliath en Medio Oriente?

Para Hamas y sus aliados, estos interrogantes no ofrecen demasiadas complicaciones teóricas: si Israel no tiene el derecho a existir, tampoco tiene derecho a defenderse.

De más está decir que Israel no está dispuesta a compartir este punto de vista.
En 1948, las Naciones Unidas no inventaron a Israel, lo que hicieron fue reconocerla. Israel existe jurídicamente desde ese año, pero políticamente, en la década del 30 ya reunía los requisitos para ser Estado.



Durante tres años, Hamas disparó alrededor de siete mil misiles. En Israel no hay una posición excluyente respecto de cómo responder a estas provocaciones.


Hay pacifistas y halcones para todos los gustos.

fuente: DIARIO EL LITORAL DE SANTA FE, ARGENTINA.
6 DE ENERO DE 2009

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