MI BUENOS AIRES DE
CUCHILLEROS E INMIGRANTES
por RICARDO FEIERSTEIN
Describe tu calle y pintarás el mundo (o una de las "Argentinas posibles").
Cruzando la avenida Mosconi estaba la farmacia de Néstor, el judío que no hablaba en idish. Luego el negocio de medias del gallego Alvarez, cuya hija sería directora de televisión; la zapatería de don David, un judío ruso, y la tapicería del italiano Nicola, cuyo mal humor se tornó exagerado el día en que tomó a su hija- que había reprobado el grado en la escuela-, la ató de pies y manos y la cruzó sobre las vías del tranvía como castigo (atentas vecinas impidieron el sacrificio). Seguía la carnicería de Cortazza, otro italiano, el que le decía a mi madre, después de cada compra, si era verdad que sólo nosotros, sus tres hijos, íbamos a comer todo eso. Con el Cortazzita menor nos empujaron a pelearnos enmedio de un partido de fútbol y, como en las películas, pude presionarlo con una mano sobre su rostro, desde el suelo, y lo obligué a meter la cabeza en el agua sucia de la zanja.
Esa acción me permitió llevar una vida apacible entre mis iguales, los años siguientes, sin necesidad de reválida.
Después de otro par de ignotas puertas venía la peluquería de Nario, un calvo siciliano amante del teatro que, al llegar las ocho, colgaba las tijeras para ensayar, en ese mismo salón, con el conjunto de teatro vocacional del barrio (que integraba Alba, profesora de danzas españolas, una deliciosa asturiana de largo cabello rubio, un poco mayor para mis pretensiones). Al lado vivía el mecánico Carmelo, de familia napolitana, que trabajaba de sol a sol para que su hermano mayor pudiera estudiar medicina y- así de pálido, flaco y ojeroso- se convirtiera en el primer profesional de la tribu (y del barrio si se exceptuaba al farmaceútico, cuya fama para aplicar inyecciones había traspasado las fronteras de Villa Pueyrredón).
Llegamos al pasaje con nombre de prócer dominicano: Juan Pablo Duarte (al que siempre confundimos con el hermano de Eva Perón, Juan Duarte, suicidado en esos años en circunstancias poco claras). Allí habitaban varias familias del interior del país, como la de "Anchoíta", el de bigotes finitos y madre prostituta, originarios de San Luis. Fue famosa la anécdota de la progenitora de "Anchoíta" con Mancuso, el petiso y acaudalado metalúrgico italiano de enfrente, que no reproduciré por delicadeza; sí puedo señalar que esa historia casi le cuesta a la muy pía y legítima señora Mancuso el cargo de Presidenta de la Comisión de Damas de la parroquia Nuestra Señora del Huerto, que ocupaba toda una manzana en la otra cuadra. Mancuso fue, durante mucho tiempo, el único vecino que se iba de vacaciones a Mar del Plata. Cuando regresaba, con su espectacular automóvil Henry J, se producía la ceremonia: el magnate apoyaba los pies en la vereda y todos los chicos, en grupo, podíamos ver la arena marplatense que llevaba en sus zapatos, símbolo del paraíso inalcanzable.
También vivía en el pasaje una familia gitana, cuyos tres hijos integraban el equipo de fútbol barrial. El Piti, el menor de ellos, terminó muy temprano entre rejas, creo que por robar un taxi. Frente a los gitanos estaban los dos hermanos mendocinos que eran los lecherosde la zona, a la que abastecían desde un simpático carrito tirado por un caballo.
Uno de ellos, nos enteramos un día, se ahorcó en la higuera del fondo de su casa,atormentado por la pasión hacia una mujer casada. Ya no se escuchan historias de amor como esas, aunque seguramente siguen ocurriendo; sucede que ahora estamos muy ocupados como para prestarles atención. Historia de amor fue también la que Francisca, madura panadera española, vivió con un joven cliente, con el que escapó una noche de domingo, aprovechando que los lunes el negocio estaba cerrado y, por consiguiente, no se horneaba el pan de madrugada.
Robustiano, que así se llamaba el pobre marido abandonado, tuvo que mudarse del barrio, con un ataque depresivo a cuestas. Al lado de la panadería, ya sobre Mosconi otra vez, estaba la casa de don Guerra, un viejo criollo que había sido resero y ahora, algo perdido en la ciudad, hacía mudanzas con un camioncito. El martillero que ocupaba el local contiguo, otro criollazo de ley, se dedicaba a gestorías y- previo pago de módicas sumas- conseguía favores en oficinas públicas para tramitar cualquier cosa, desde documentos para inmigrantes llegados de contrabando hasta exención de multas por construir sin permiso. Este simpático buscavidas era la cara inversa del búlgaro de la pinturería, Penoff, un hombrón alto y trabajador al que jamás, en muchos años, ví sonreír. Se supo, sí, que mantenía cierta enemistad con nuestro vecino, el yugoeslavo del bar, que había llegado al país más o menos por la misma época, con un hermoso bebé rubio que se convirtió en el mimado de los parroquianos: lo llamaban Dinti y sobrevivió, entre otras cosas, a la ingestión de un cuarto litro de kerosene dejado a su alcance.
La esposa del dueño del bar no sabía hablar castellano, pero cocinaba como los dioses. Sus guisos se hicieron famosos, casi tanto como el mondongo de la familia portuguesa que compró el negocio, años después, y lo transformó en restorán. El yugoeslavo original, tosco y de pocas palabras, una vez echó a golpes de su local al más grande de los riojanos Nieto (lo que no es poco decir), porque hablaba a los gritos y no dejaba escuchar la programación del único televisor del barrio, ubicado en ese negocio.
Por otro lado, se decía que a la vuelta, sobre Tequendama, vivía de incógnito un criminal de guerra, el croata Ante Pavelic. Nuestras minuciosas indagaciones infantiles- en la vivienda con amplio parque indicada- sólo confirmaron la presencia de un niño delgado y de pelo amarillento, que no hablaba bien el idioma y al que no le permitían juntarse con nosotros.
Después del bar, ya en esta vereda, venía mi casa y, siguiendo el recorrido, el almacenero González (gallego de ley), Pocho el revendedor de coches- de ascendencia italiana, pero gran bailarín de tangos y totalmente aporteñado-, el pastor evangelista Maselli (un suizo, que durante la semana fabricaba mosaicos y, los domingos, se sacaba el mameluco e iba a predicar por el Señor) y la "zona árabe", donde pasé buena parte de mi infancia con mis mejores amigos: dos familias libanesas cristianas que fabricaban pañuelos, con cuyos hijos formamos una alianza indestructible y donde conocí las delicias de la carne picada cruda y el condimento con perejil. La madre de mi amigo fumaba, lo cual era una revolución.
Luego, en la misma cuadra: una peluquería de mujeres, la casa del Negro- que seguiría la carrera militar y fuera uno de los principales ejecutores de la represión durante los años del genocidio- y el chalecito de la profesora de piano solterona, que vivía con la madre. Ya casi en la esquina el pintor de letras, Aranda, criollo de largos bigotes, cuya fama se vino al piso el día que un mozo del bar, el calabrés Carmelo, lo corrió con un enorme cuchillo a lo largo de doscientos metros y delante de todos los vecinos, por cuestiones de faldas. El buen estado físico del pintor lo salvó ese día, pero de todas maneras murió joven, del corazón.
Como todo barrio que se respete, teníamos nuestro homosexual, nuestro opa y nuestro intelectual. Este último, Gonzalito, andaba siempre con un libro en la mano y expresión somnolienta, aunque en esa época todavía no era costumbre dejarse crecer la barba. Le decíamos "el existencialista".
Y me estoy olvidando del turco Benadiba, de la zapatillería; del sirio Abdul, un viejo de mirada severa que jamás saludó a mi padre ni a la inversa, por aquello de árabes y judío en Medio Oriente; del padre de mi amigo Roberto Garrafa, que no perdió su acento napolitano y, antes de arreglar heladeras, llegó a jugar de titular en el equipo de fútbol de Rácing (también el menor de los riojanos Nieto fue zaguero en Vélez Sarsfield). Del noviazgo entre la estudiante de órgano (¡estudiar órgano en Villa Pueyrredón!) y el "loco" Pablito, al parecer buen escritor pero esquizofrénico sin remedio (el otro escritor barrial era Humberto "Cacho" Costantini, que vivía en Tequendama y Nazca). De Pascual, alias "Gardel", que se estiraba el cabello con gomina y le cantaba serenatas a las fámulas de la cuadra. Y de los nuevos inmigrantes que, sin pausa, siguieron desembarcando en esa veredas en los años '40 y '50: el último en llegar fue el japonés de la despensa, que nunca aprendió el nuevo idioma; sus hijas, en cambio, adoptaron rápidamente nombres argentinos y, como nosotros, se acostumbraron a desayunar con mate y hablar en lunfardo, ese risueño y entrañable slang de los porteños. La mayor, Rosita, aprendió a bailar el tango y lo practicaba todos los sábados en las milongas del Club Sportivo Devoto, a la vuelta de casa.
Por las mañanas, en la escuela pública donde todos concurríamos, conviví con el inglés Stanley y el italiano Badaracco, protagonistas de una pelea memorable donde vi correr sangre por primera vez; con el galleguito Pérez y un francés medio raro que se hacía dibujos en las manos con una hojita de afeitar. Los cinco judíos del colegio íbamos a clase de Moral, pero una vez que faltó el profesor decidimos entrar a la lección de Religión. La maestra de tercero, que dramatizaba el martirio de Cristo, fue tan elocuente en su descripción que yo me quedé llorando un buen rato por la impresión. Eso sí, los alumnos más destacados- con independencia del apellido- fuimos seleccionados para concurrir al velatorio de Eva Perón, en representación de la escuela. Ahí lloré otra vez.
El equipo de fútbol barrial, por las tardes, no podía admitir diferencias, entre otras cuestiones porque nunca llegamos a ser los once reglamentarios. Eramos una especie de Naciones Unidas en miniatura. Yo jugaba en la defensa junto al ucraniano Juan, el Negrucho (el menor de los Nieto), Cortazzita, los tres gitanos y el chico del pastor evangelista. En el ataque llegaron a jugar el porteño Roldán, el hijo de un albañil polaco, el Cabezón (que sería, después de Pascual, el segundo opa del barrio), Titín de la mercería catalana y Edo, mi amigo árabe. Pero siempre faltaban varios: una vez, el vigilante se llevó a cuatro detenidos por jugar en la calle; otra, un coche frenó a centímetros de mi cabeza (acababa de arrojarme y detener de manera espectacular un remate al ángulo) y mi madre, enterada, me dió de baja del equipo por varios meses.
Los vecinos nos saludaban en Rosh Hashaná y nosotros a ellos en Navidad. Como transacción, todos los chicos recibíamos regalos el 6 de enero, Día de Reyes. En las noches calurosas, se sacaban las sillas a la vereda e intercambiaban recetas de cocina. Se decía en casa que uno de los Grimaudo, los de la mueblería, simpatizaba con el gruponacionalista y antisemita Tacuara: nunca se confirmó pero, al igual que sucedía con los varios ladrones y cuchilleros de las calles aledañas, jamás se hubieran atrevido a molestar a un vecino.
La experiencia antijudía más intensa de esos años ocurrió cuando uno de los muchachos de la barra del bar (que, sentados en la vereda, apostaban sobre la terminación del número de patente del auto que pasaría por la calle) me apoyó la mano en la cabeza y dijo:
- Mirá que sos feo, rusito, eh...
Tuvo mala suerte. Por allí andaba nuestro perro Alex, un ovejero enorme y algo tonto.
Habrá pensado que el joven quería pegarme, porque se le abalanzó y lo corrió durante treinta metros, aferrándole el pantalón. El damnificado vino a protestar después y no aceptó que mi padre, el mejor sastre de medida de la zona, le cosiera la rotura. De modo que hubo que entregarle un pantalón nuevo, como precio de la dignidad canina.
Ello no alcanzó para disminuir el afecto del barrio hacia Alex. Por las noches, miraba televisión junto a nosotros y, cuando llegaban las tandas publicitarias, pedía salir a pasear.
Uno le abría el picaporte y, solo, se iba a dar la vuelta a la manzana. Cuando volvía, se sentaba en la puerta hasta que el primer vecino que pasaba, viéndolo allí, tocaba el timbre para avisar que lo dejáramos entrar.
Mis padres hablaban idish entre ellos- para que no comprendiéramos la conversación- ycon el zapatero don David. Todos los sábados la familia grande de tíos, paisanos, primos y abuelos- quizá veinte o treinta personas- nos reuníamos para actividades sociales acordes a la edad: los hombres jugaban al dominó o al póker, las mujeres al rumy y los chicos a las figuritas y al fútbol.
Sea por discusiones políticas o procedentes del mismo juego, casi todas las reuniones terminaban con un griterío en un idish gesticulante- uno de los tíos siempre perdía, nadie quería tenerlo de compañero por los horrores que cometía- y mi abuela tratando de calmar los ánimos. En los intersticios, el zeide contaba historias infantiles y familia y paisanos rememoraban, en interminables asociaciones junto al fogón o calentándose las manos con un vaso de té, una saga europea y otra gauchesca santafesina, con logros y padecimientos.
Nosotros escuchábamos absortos, los ojos muy abiertos. Las celebraciones judías proporcionaban, también, encuentros familiares- gastronómicos donde nuestros estómagos se fueron acostumbrando a las delicias de Europa oriental combinadas con los manjares de la tierra argentina.
Así, crecimos con mate y varénikes, asado y guefilte fish, locro y latkes espolvoreados con azúcar, medialunas de grasa y strudel, café con leche y té en vaso con terrón de azúcar en la boca, hasta arribar a la común y económica polenta/ momeligue. Una mezcla sabrosa, nutritiva, llena de vida y esperanzas.
Porque ese barrio fue nuestro “kibutz del deseo”. El lugar de la infancia segura, acogedora, múltiple y plural.
Las puertas de toda la cuadra estaban apenas entornadas, nadie se molestaba en cerrarlas con llave. Un día- suelen contar- mamá perdió de vista a mi hermana Myriam, de cinco años, y comenzó a buscarla por las veredas, dejando un momento solo al negocio que atendía. Cuando doblaba por la esquina de Cuenca llegaba Titina, una vecina muy gorda y con anteojos, que traía de la mano a la extraviada.
- ¡Qué susto me dió su hija, señora!
- ¿Qué pasó?
- Yo estaba al fondo de mi casa, en el lavadero, colgando la ropa. No hay nadie más allí. Y, de pronto, oigo sonar el piano...
- ¿El piano?
- ¡Qué sorpresa! Voy hacia el comedor, a ver quién entró, y está la Myriam tocando, de lo más cómoda. ¿Se imagina? Paseó por la cuadra, entró a casa y le gustó el piano...
Las puertas siempre abiertas de vecinos recién llegados que se cuidaban mutuamente los chicos, se prestaban dinero sin necesidad de documentos escritos, compartían las noches de verano en las veredas, sentados en sus sillas de paja.
Kibutz del deseo en una Argentina posible, la del barrio de infancia con cuchilleros e inmigrantes. Una Argentina deseada y vivida y amada hasta la desesperación.
FUENTE:
Northeastern University
Department of Languages, Literatures, and
Cultures
January 01, 2007
Mi Buenos Aires de cuchilleros e inmigrantes
Ricardo Feierstein
This work is available open access, hosted by Northeastern University.
Recommended Citation
Feierstein, Ricardo, "Mi Buenos Aires de cuchilleros e inmigrantes" (2007). . Paper 2. http://hdl.handle.net/2047/d10015073RICARDO FEIERSTEIN
NOTA DEL EDITOR DE ESTE BLOG,
Ricardo Feierstein, excelente y talentoso escritor y poeta, editor y arquitecto, periodista y ensayista....pero por sobre todo, una persona sencilla, inteligente, un "MENTCH"como se dice en el idioma iddish
de una GRAN PERSONA.
Es uno de los mas talentosos autores judeo-argentinos de las últimas decadas.
Publicó mas de 20 libros y fue el creador/fundador y director de la Editoral Milá ['palabra'], de la AMIA (ASOCIACION MUTUAL ISRAELITA ARGENTINA) en Buenos AIRES, habiendo publicado/editado varias centenas de Libros de alta calidad.
Su novela 'MESTIZO" fue traducida al ingles por el Profesor STEPHEN SADOW, PROFESOR, ESCRITOR y director del Depto. de Lenguas Romances en la Northeastern University de Boston (USA).
Asimismo fue traducida al alemán y presentada en la FERIA INTERNACIONAL DEL LIBRO de FRANKFURT, en octubre de 2010.
Sus libros : poesía, cuentos, novelas, ensayos, etc.
Su "Historia de los Judíos Argentinos" (3 ediciones) es un manual necesario para entender y apreciar a la parte del pueblo Judío , que estando disperso por el mundo, debido al antisemitismo , llegó a las Tierras de Argentina que buscaba hombres y mujeres que quisieran trabajarlas.
Es lo mas completo que se ha escrito sobre la laboriosa e inteligente comunidad Judía de Argentina.
Los lectores podrán apreciar y conocer a muchas personalidades de todas las artes, ciencias, etc. que fueron judíos argentinos por nacimiento o por nacionalización, y que tanto han brindado al gran país de Sudamerica.
Uno de sus ultimos libros se titula ' VIDA COTIDIANA DE LOS JUDIOS ARGENTINOS:" del Ghetto al Country. Muy recomendado.
Otras de sus interesantes novelas son "LA LOGIA DEL UMBRAL" y 'CONSORCIO UTOPIA.
Recomiendo buscar "RICARDO FEIERSTEIN" en www.google.com.ar para ampliar vuestros conocimientos.
Con mucha satisfacción publico aquí el presente texto de Ricardo Feierstein, que es relamente de ANTOLOGIA.
Lic. Jose Pivín
frente al puerto de Haifa
frente al Mar Mediterráneo
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