miércoles, 13 de agosto de 2008

'ALDEA DE PENITENTES', NOVELA DE PEPA KOSTIANOVSKY: UNA RADIOGRAFIA DEL PARAGUAY QUE FUE.



Aldea de penitentes

Pepa Kostianovsky

abril, 2007

El general Elizardo Cuenca, gerifalte del stronismo, acaba de morir. A partir de este hecho luctuoso se desarrolla "Aldea de penitentes", que narra la vida cotidiana de la sociedad paraguaya durante la dictadura del general Stroessner. Magnífico fresco de las clases sociales que medraron al amparo de aquel régimen corrupto y de las que padecieron su arbitrariedad. Excelente novela que nos remite a universos literarios de obras tan imponentes como La fiesta del Chivo o Cien años de soledad, y en la que el lector encontrará literatura en estado puro.

ISBN:84-935681-0-8


fragmento

Lívido y fastidiado, el General Hugo Elizardo Cuenca, maldecía en silencio la insurgencia de su flamante viuda. De riguroso luto e indiferente a cuanto insulto la acechaba, la mujer no daba treguas al manantial de lágrimas que recogía en pañuelitos de papel provistos por una criada, quien sostenía una bandeja de plata con sucesivas cajas de kleenex y una primorosa canastilla en la que la matrona los iba depositando.
Si María Clotilde Bogado de Cuenca hubiese podido escuchar al cadáver que escoltaba, se habría escandalizado:
- ¡Madre de Dios, Elizardo! ¿Cómo podés tener esos pensamientos, justamente a la hora de presentarte ante el Altísimo? Ya es bastante desgracia que no hayas podido confesarte, ni recibir la extremaunción. ¡Que la Virgen y el propio San Alberto, que siempre ha sido el que indujo la conducta y el recato en este hogar, sepan perdonar tus pecados!
Pero, por nada cambiaría las órdenes dispuestas a partir de esa madrugada en que la despertó el grito sollozante de Rosalía, cocinera y recurrente comadre, anunciándole que el general estaba muerto, sentado en la reposera de mimbre del corredor.
Confusa y somnolienta, Clota sólo atinaba a tocar el vacío de la cama, en el que ya ni quedaba el calor del cuerpo, para luego levantarse y al salir a la galería, encontrar a su Elizardo despatarrado en el sillón.
Por un instante, alimentó la ilusión de que se tratara de una de las tantas veces que lo sorprendía allí mismo, dormido y acompasando con sus ronquidos el canto de los pájaros que habitaban los magníficos chivatos del patio. Pero la quietud y la temperatura eran irrebatibles: el general llevaba al menos una hora de muerto.
-Ya le llamé al doctor Recalde, está viniendo- informó Gervasio, el chofer, descalzo y vistiendo sólo unos pantalones que alcanzó a ponerse al oir los lamentos de los otros sirvientes y criadas.
- Vamos a llevarlo a la cama - ordenó Clota
- No hay que moverle, Señora – sugirió Gervasio.
La patrona fue terminante:
- Llévenle a la cama, antes de que se quede tan duro que ni se le pueda poner en el cajón.
En ese momento, Elizardo asumió que su poder estaba perdido para siempre. Mil veces había dicho que quería morir sentado en ese sillón, rodeado de la arboleda y arrullado por los trinos. Y ser velado allí mismo, sin permitir más acceso que el de los íntimos al corredor fúnebre.
El general sufría de cierta claustrofobia, desde los primeros años de milicia y las noches pasadas en el calabozo disciplinario. Lo aterraba la idea de sentirse encerrado en un féretro. Ni qué decir bajo tierra. Hasta hubiera preferido que lo cremaran. Pero sabía que Clota no admitiría semejante pecado. Había logrado la promesa de que lo mantendría en la reposera del corredor hasta último momento y - mediante un generoso par de cheques lograr que el ataúd fuera depositado en la bóveda sin lacrarlo a fuego.
Clota no tuvo reparos en olvidar los compromisos póstumos. Se apresuró a cambiarle el viejo pijamas de algodón por uno de poliester, “simil Versace”, traído especialmente para la noche de sus bodas de oro y él rechazó por considerarlo “una mariconada”, a pesar de que ella lució camisón, robe y pantuflas en juego.
La llegada del médico no le dio tiempo a completar su atuendo, sólo alcanzó a ponerse la bata. El Doctor Recalde advirtió el fino detalle, pero consideró que no era momento adecuado para elogiar la elegancia de la pareja.
Elizardo estaba tan obviamente muerto, que no parecía necesaria una inspección rigurosa. Quizás, de otro modo, hubiera advertido que ese cadáver se había movido más de una vez.
La verdad - de la que nadie se enteraría- era que había muerto en su cama. Cuando se apercibió de ello, por algunos síntomas inequívocos como el sentirse despierto y sin deseos de orinar, eran las cuatro de la mañana. Los ronquidos de Clota daban certeza de su pesado sueño. Pensó que al abrir las puertas que daban al corredor llamaría la atención del guardia que cabeceaba con la mano sobre la pistola. Pero recordó que los fantasmas podían atravesar las paredes. Probó primero con un dedo, desilusionado constató que los cuerpos no gozaban de la levedad de los espíritus. Por lo que abrir, como un vivo cualquiera. El guardia no se movió. Y él apuró el paso hasta el sillón. Satisfecho de haber torcido el destino a su gusto, permaneció plácido hasta que las criadas madrugadoras alertaron a Clota quien no dudó en anular su glorioso esfuerzo.
Ni la pena, ni la preocupación por detalles y ritos impidieron que la viuda se tomara unos minutos para insultar al guardia y acusarlo de que su negligencia había sido la causa de aquella tragedia. Pero, luego, prefirió la versión de que el mismísimo San Alberto había premiado su devoción invitándolo a salir al corredor en plena noche, para morir como era su deseo.
Ordenó un ataúd de roble y diez manijas de plata. A la hora de vestir el cadáver titubeó entre el uniforme de gala y el frac que había usado en las bodas de sus hijos. Ambos le quedaban grandes, con un zurcido en la espalda los podría ajustar la senil magritud del finado. Optó por la tenida militar, en la que prendió un puñado de condecoraciones - ninguna obtenida en el campo de batalla- pero no por eso menos vistosas. Los empleados de la funeraria, sin el menor respeto, colocaron una en el trasero del pantalón, por si poco humillante fueran el maquillaje y la tintura en el bigote dispuestos por Clota.
- Miralo un poco, tan lindo, parece que estuviera durmiendo- repetía, como si fuera normal echarse una siesta con semejante atuendo y en tan absurda postura.
El fastidio del difunto subía de tono, por la ignominia que le era impuesta, bajo ese mismo techo donde, muñido de las circunstancias y en especial del incuestionable catecismo de San Alberto, había impuesto su autoridad a lo largo de media vida.


II



Elizardo Cuenca había venido de Encarnación a los 16 años, para cumplir con el Servicio Militar. Era un chico “letrado” y de buen porte. La milicia lo entusiasmaba. Y su madre, que nunca le había revelado la identidad paterna, le solía decir “Ndé nico gringo ra´y. Tenés que ser obediente para aprovechar tu estudio para ayudarme a criarle a tus hermanos”.
Así predispuesto, le fue fácil ganar la simpatía de cabos y sargentos, cuyas botas mantenía brillantes y cuyos calzoncillos lavaba con especial cuidado.
Faltaba poco para terminar el Servicio la tardecita en que lo hizo llamar uno de los oficiales, el Teniente Stroessner.
- Descanse nomás Cuenca – hizo una pausa para seguir, parco y cansino – Le hice llamar para saber sí no quiere seguir en la milicia.
- Positivo, mi Teniente. Ese también es el deseo de mi madrecita, pero nosotros somos gente humilde, por eso no me pudo mandar ya cuando terminé mi primaria para entrar en el Acosta Ñu.
- Yyyy, bueno entonces. Prepárese y avísele a su madre. Voy a recomendarle especialmente.
- Gracias, mi Teniente. Mi mamá le va a mandar sus bendiciones.
- Serán bien recibidas. Puede retirarse.
Ese escueto procedimiento definió la carrera y la vida de Elizardo Cuenca quien fagocitó por decenios a la sombra de Alfredo Stroessner, al que guardó lealtad absoluta y pródigamente recompensada.
Era ya Teniente de Artillería, cuando en la boda de un colega conoció a la elegante Cloti Bogado, señorita educada por las monjas teresianas, de familia otrora muy acomodada, pero liberal.
Elizardo se acercó a pedir permiso para bailar con ella. Como Cloti aun no había debutado, se conformó con sentarse a su lado y conversar. Las limitaciones de su charla -propias de un milico- fueron sobradamente salvadas por la vivacidad de la joven, que se extendió en gracias y sonrisas, prudentemente controladas por su madre.
Al despedirse, Elizardo estaba perdidamente enamorado.
De uno y otro modo se las arregló para encontrarla a la salida del colegio y en las misas. El romance, aunque no oficializado, iba viento en popa.
Stroessner lo hizo llamar.
- Mire Cuenca, usted anda rondando a la hija de un liberal. Tenga cuidado.
- Sí, mi Teniente.
- Pueden pasar dos cosas. Una es que le hagan un desplante, porque ella es del chuchaje y usted es un campesino y es hijo natural.
- Permiso, mi Teniente. ¿Tengo que retirarme?
- Espere pues, mi hijo, no sea atolondrado. Le dije que pueden pasar dos cosas.
- Perdone, mi Teniente.
- Los liberales están de capa caída, son venidos a menos. Y si hasta ahora no le prohibieron que hable con usted por algo ha de ser. Lo más probable es que piensen que casándola con un militar, bien visto por la superioridad, puedan levantar cabeza. Tienen encima la desgracia de cuatro hijas mujeres para colocar. Menos mal que son lindas.
- Entonces, mi Teniente, ¿tengo su venia?
- Le dije que no sea atolondrado. No va pues a correr el riesgo de que le salga el tiro por la culata. Un militar tiene que saber ser precavido, en todo.
- Sí, mi Teniente – respondió desconcertado : ¿cómo saber si sí o no?
- Usted quiere saber cómo va a saber-
- Positivo, mi Teniente.
- He. El amor es como la guerra. No se actúa sin consultar. ¡Gonzáleeez¡ - llamó a su chofer y le ordenó- Llévele al teniente junto a Ña Berta Correa. Ella le va a decir lo que tiene que hacer.
Elizardo salió del despacho y subió al jeep que conducía Gonzalez. Esperó unos minutos y se atrevió a investigar
- ¿Máa pico la Berta Correa?
- ¡Es posible! Ña Berta nico e la prebera má única que hay en el mundo. No te falla. No se sabe luego ni cuanto año tiene, pero te mira nomá en tu ojo y ya sabe todo. Y si te echa la baraja, ahí siqué te va a ver hasta tu tatarabuela.
Al llegar a la casa, una mujer joven los recibió, como si los estuviera esperando.
- Pase nomás.
- Con permiso ¿Se le puede ver a Doña Berta Correa?
- Me está viendo. Tome asiento.
Se sorprendió, esperaba encontrarse con una anciana y en un escenario de mayor opulencia. Por lo que le había contado González, no sólo el Presidente de la República requería sus consejos, hasta Perón la había hecho llamar dos o tres veces.
El caso de Cuenca era simple para Berta. Le vaticinó éxito en su inquietud amorosa, una enorme fortuna, hijos, viajes, una larga vida con sinsabores en los últimos años y una muerte plácida pero ultrajada. Esto no preocupó Elizardo, para quien la anuencia romántica, sumada a las riquezas prometidas, rebasaba ampliamente sus ambiciones.

Kostianovsky, Pepa: Aldea de penitentes. (Novela.)
Barcelona: La Ínsula de los libros 2007, 126 p.
(Letras de los dos mundos) EUR 15,40 ISBN
978849356108 (N°: 164754)
* Pepa Kostianovsky (Buenos Aires, 1947-).



Nota del Editor:
Los invito cordialmente a visitar el Blog de PepaK, en:
http://penitentes.zoomblog.com/
y su Blog en el diario ABC de Asunción del Paraguay.
http://www.abc.com.py/articulos.php?fec

Cordiales saludos desde Israel
Lic. Jose Pivín
frente al puerto de Haifa
frente al mar Mediterráneo

No hay comentarios: