Poeta y escritor
La vitalidad de una cultura se nota especialmente en la capacidad que ella tenga de reírse de todo aquello que se sufre y padece. Pero también en la posibilidad de ironizar sobre sus propias verdades.
por Fabián Bosoer
Contamos y leemos chistes para distraernos, una manera de tomarnos menos en serio las vicisitudes de nuestra vida. ¿Es ésa la función del humor?
—Creo que el humor tiene muchas vertientes, pero se vuelve realmente interesante cuando al mismo tiempo que entretiene cumple un rol social, que es el de permitirnos conocer a través de relatos y cuentos las circunstancias que marcan y animan la historia de nuestro pueblo o la de otros. Un espejo levemente curvo, pero espejo al fin, en el que una sociedad puede reconocerse y pensarse a sí misma.
¿Hay un humor serio y otro menos serio?
—Hay un humor menos o más afectuoso, en cuya mirada oblicua el humorista mismo se incluye. Creo que es la manera que uno tiene de poder mirar las cosas desde una perspectiva distinta, poder soportar determinadas realidades, cambiándoles el signo. Dicho de otro modo: el humor siempre fue también un acto de resistencia, a veces uno de los más efectivos; lo vivimos en la Argentina durante la dictadura. Cuando falta esa posibilidad de reírse de los opresores, empieza la imposibilidad de vivir.
Los típicos lugares comunes y estereotipos suelen dar pasto al prejuicio y la discriminación. ¿En qué se diferencian el humor y la burla?
—Un chiste prejuicioso de gallegos no deja de serlo porque lo cuente un gallego, ni uno antisemita deja de serlo porque lo cuente un judío. Una genuina mirada humorística desde el vamos descarta siempre todo chiste prejuicioso, racista, machista, partiendo de la idea de que humor agresivo no es humor sino agresión. Es interesante recordar que ya los sabios del Talmud diferenciaban entre "reírse de" y "reírse con". El "reírse con" era estimulado, mientras que la prohibición formal de "reírse de" se menciona con frecuencia. Incluso hay un explícito mandato talmúdico que dice: "Toda burla está prohibida, salvo la destinada a la idolatría."
¿Hay pueblos con más humor que otros?
—Creo que sí. Por lo pronto, sabemos que difieren los códigos humorísticos de una cultura a otra. Y creo que efectivamente hay pueblos con menos sentido del humor. El judío mismo no fue siempre un pueblo con humor; al menos no con lo que hoy entendemos por humor. La Biblia y el Talmud apelan a menudo a la ironía, a una ironía didáctica si se quiere; como cuando dice en Proverbios: "Callado, hasta el necio pasa por sabio", o cuando en el primer libro de Reyes el profeta Elías se burla de los paganos que llaman infructuosamente en su ayuda a su dios Baal, y él les dice: "Griten más fuerte, porque tal vez vuestro dios esté ocupado, o haciendo sus necesidades, o tal vez haya salido de viaje, o está dormido y hay que despertarlo..." En el Talmud también abundan las muestras de sabia ironía: "Cuando un divorciado se casa con una divorciada, hay cuatro opiniones en la cama" o "Cuando un ladrón no encuentra la oportunidad, está condenado a la honradez" o "¿Una piedra cae sobre un cántaro? ¡Ay del cántaro! ¿Un cántaro cae sobre una piedra? ¡Ay del cántaro!".
¿Quiere decir que la religión judía es más receptiva que otras a las manifestaciones de humor entre las personas?
—No ha sido siempre así. Durante su larga Edad Media, el pueblo judío no sólo no tenía motivos para reírse sino que la risa estaba mal vista por la ortodoxia rabínica. Durante la festividad de Purim —suerte de carnaval judío que celebra la salvación de los judíos de Persia hace un par de milenios—, según el bíblico libro de Ester, sólo un día al año estaban autorizados los judíos a integrar comparsas, disfrazarse e ir de casa en casa representando breves escenas teatrales satirizando incluso los textos sagrados. Pero durante los demás días del año esa ortodoxia miraba el humor con suspicacia y rechazo.
El humor judío ha mostrado una gran capacidad de juntar "lágrimas y carcajadas". ¿Qué relación existe entre las tragedias sufridas y los diferentes modos de elaborarlas?
¿El idish era entonces una lengua que reflejaba formas de religiosidad popular?
—La singularidad del idish consiste en que es una lengua sin territorio, ni gobierno, ni burocracia, ni policía ni ejército; una lengua habitada hasta la Segunda Guerra Mundial por unos doce millones de hablantes. Se trata de una lengua maternal, íntima, visceral, tierna, apasionada, exuberante, horizontal, femenina, que resume, más allá de las previsibles divergencias, un determinado modo de ser. Hablarlo significa navegar una manera de ver, entender y decir la vida, el mundo, lo judío y lo no judío. Su pobreza léxica a la hora de nombrar, por ejemplo, variedades de flores o pájaros, se ve ampliamente compensada por su enorme riqueza cuando se trata de expresar los innumerables matices del afecto, de la alegría o de la tristeza.
—No es fácil de asegurar, pero de alguna manera hay una cantidad de humoristas que integran una manera porteña, más que argentina, de verse a sí mismos y de reírse con una irreverencia que no pierde su elegancia y que tiene mucho que ver con el humor judío. El ejemplo clásico es, por supuesto, Tato Bores, y tras él los nombres que primero se me ocurren son los de Jorge Guinzburg, Jorge Schusheim, Langer o Rudy. O escritores como Isidoro Blaistein, Bernardo Ezequiel Koremblit, César Tiempo, Alicia Steimberg o Ana María Shúa. Con las distancias del caso, hay algo parecido en la cultura urbana de Nueva York que tiene mucho del humor judío, es decir del humor idish.
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