PASAJE SEAVER. IBA DE POSADAS A LIBERTADOR,
POR DONDE HOY PASA LA AUTOPISTA ILLIA. POR
SUS ADOQUINES DESFILARON BAILARINAS,
ARTISTAS PLASTICOS Y TAMBIEN DE CABARET.
El Caminito de Barrio Norte
Por Eduardo Parise
En aquellos tiempos (no es la prehistoria, porque ya existía el rock and roll) el recorrido de la ancha avenida 9 de Julio tenía como límites a Belgrano (en el Sur) y a Córdoba, hacia el lado del río. Por entonces, a principios de los 70, en la zona del último tramo hacia el Bajo también había una manzana de edificios que, como lo hacían los muchachos de otras épocas, se había “peinado con raya al medio”. Era la que en la actualidad abarca el cuadrado de Carlos Pellegrini, Libertador, Cerrito y Posadas. Justo en el centro la cruzaba una callecita que en 1978 las topadoras convirtieron en leyenda: el Pasaje Seaver.
Era un recorrido de apenas cien metros con los adoquines orgullosamente desparejos. Y en el fondo, como para compensar el desnivel de aquella barranca natural, una escalera doble al mejor estilo del parisino barrio de Montmartre. Su nombre recordaba a Benjamín Franklin Seaver, un marino nacido en los Estados Unidos pero que, como muchos extranjeros de entonces, se había jugado por la causa de la libertad militando en la flota nacional a las órdenes del almirante Guillermo Brown. Tanto que hasta entregó su vida en una de las batallas en el Río de la Plata.
Algunos lo conocían como “el Caminito del Barrio Norte”, como una manera de trazar un paralelo con el ambiente bohemio del Caminito de La Boca. Y no era desacertado: en el Seaver vivieron y trabajaron figuras como los escultores Gonzalo Leguizamón Pondal y Ana Vieyra de Pallavicino, la bailarina rusa Ekaterina de Galanta o la pintora libanesa Bibi Zogbé, entre otros.
Pero en el Pasaje Seaver no todo era intelecto. Además estaban el Can Can (un cabaret que supo cobijar los primeros shows de travestis que tuvo Buenos Aires) y Mi Casita, un local famoso por sus panchos. Aquellos sitios se mezclaban con la atmósfera de dos almacenes y la de una fonda que frecuentaban los taxistas cuando buscaban una tregua en medio del cemento porteño. Y como en las estrechas callecitas de alguna ciudad europea, no faltaban los artísticos faroles adornando las paredes y autos estacionados con dos ruedas sobre la vereda para no entorpecer el estrecho recorrido. En ese paisaje era común descubrir a Xenia Monty o a May Avril, dos imponentes mujeres francesas que alguna vez habían llegado con la compañía del Folies Bergere y se enamoraron de Buenos Aires.
Aquel clima ya estaba lejos de los orígenes del pasaje, que había empezado como un vaciadero de basura para después convertirse en sitio de caballerizas y depósitos de leña y carbón, un elemento vital para los habitantes del Buenos Aires del siglo XIX y principios del XX. Sin ellos, para muchos, no había otra forma de cocinar o atenuar el frío del invierno.
Hacia 1974, cuando el avance de la avenida ya era casi incontenible, hubo un intento para salvar a aquel pasaje que Ernesto Sábato había mencionado en “El túnel” y Eduardo Mallea en “La ciudad frente al río inmóvil”. Así, un grupo de vecinos formó lo que se conocía como la Comisión de Amigos del Pasaje Seaver. Pero ganó el proyecto aprobado en 1912, que decía que aquel espacio debía ser para “la avenida más ancha del mundo”, como alguna vez alguien llamó a la 9 de Julio.
Hoy, un tramo de la autopista Illia ocupa el lugar que alguna vez fue del Seaver. Y la calle Posadas es un breve túnel con restaurantes y rodeado de altas torres. A un costado, un gran hotel cinco estrellas luce orgulloso un balcón en el que alguna vez se asomaron los integrantes de los Rolling Stones en sus visitas musicales. Y unos metros más allá se mantiene imponente el Palacio Ortíz Basualdo, sede de la embajada de Francia. Ese edificio tuvo más suerte porque el movimiento de vecinos logró salvarlo y un oportuno desvío de la traza permitió rescatar a ese símbolo de la belle epoque. Pero esa es otra historia.
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