Los evangelios apócrifos
Entre los escritos sobre Jesús que la Iglesia no incluyó en el Nuevo Testamento figuran los llamados evangelios gnósticos, textos en los que Cristo transmite un conocimiento especial a una minoría selecta, a la que de este modo asegura la salvación. En una fecha que desconocemos, hacia el año 30, Jesús murió ejecutado en la cruz, en Jerusalén. Entonces, sus contemporáneos judíos se dividían entre quienes lo consideraban un impostor o un blasfemo y quienes creían que mantenía una relación directa con Dios.
La primera estaba compuesta fundamentalmente de judíos, los sucesores de quienes habían seguido más de cerca a Jesús en vida. Todos creían en él como el Mesías, el delegado de Dios que iba a instaurar el reinado de éste sobre la Tierra; sin embargo, la mayoría pensaba que Jesús había sido un hombre, y no Dios. La segunda corriente estaba formada sobre todo por antiguos paganos convertidos a la fe cristiana siguiendo las directrices de Pablo de Tarso. Aunque éste se autodenominaba «apóstol», no había sido discípulo directo de Jesús, e incluso había perseguido a los primeros cristianos. Pero luego se convenció de que éstos tenían razón: Jesús era el Mesías verdadero. A esta idea añadió Pablo la noción de que Jesús era el Hijo real de Dios, según le había dicho el propio Jesús. Esta corriente era la más fuerte y mejor organizada. Su creencia fundamental consistía en que Jesús había aceptado su propia muerte, decidida por su Padre, como sacrificio necesario para eliminar los pecados contra Dios no sólo del pueblo judío, sino de todos los hombres. Creían que los paganos sólo estaban compuestos de cuerpo y de «hálito vital», lo que les permitía actuar en el mundo, pero nada más; eran casi como animales.
Con el correr del tiempo, el movimiento de sus seguidores aumentó y se dividió, de manera que a mediados del siglo II los cristianos estaban repartidos en múltiples grupos con distintos textos sagrados; como Jesús no había dejado nada por escrito, cada grupo interpretaba sus palabras y sus actos como podía. Pero esta diversidad de opiniones sobre cómo entender a Jesús puede reducirse a tres corrientes principales.
También creían que quienes pertenecían a la Iglesia cristiana normal tenían cuerpo y un «alma» superior al simple hálito vital, pero esta alma apenas entendía los mensajes divinos. Sólo ellos, los hijos de Set, tenían, además de «cuerpo» y «alma», un «espíritu» que procedía directamente de la divinidad. Sin embargo, no eran plenamente conscientes de que su cuerpo albergaba esta chispa divina porque el ser humano está separado de Dios por el cuerpo, por la materia que la envuelve y la aprisiona entre deseos y sufrimientos. Dios envió una cadena de seres encargados de revelar estas verdades y el camino de la salvación a algunos escogidos.
La cadena comenzó con Adán, continuó con su hijo Set y siguió con Moisés y los profetas hasta llegar a Jesús, quien reveló que la porción de espíritu aprisionada en el cuerpo de los gnósticos debía volver a unirse con Dios, y que en eso consistía la verdadera salvación. Como el «espíritu» sólo había sido concedido a esta minoría, sus miembros podían ser llamados «espirituales». Y por haber recibido la revelación, «conocían» o sabían más que otros; por consiguiente, se les podía denominar «conocedores», en griego «gnósticos». Ellos eran los únicos capaces de entender plenamente las Escrituras reveladas del Antiguo y del Nuevo Testamento (esto es, de los libros de la Biblia escritos antes y después de la vida de Cristo).
Creían que esos escritos contenían los mensajes del Gran Revelador e Iluminador, Jesús. Mientras los demás los entendían superficialmente, ellos lo hacían a fondo. Poseían la verdad religiosa absoluta. En el siglo II d.C., tras el paso de Jesús por la tierra, algunos maestros gnósticos como Valentín o Basílides habían recibido este conocimiento espiritual, la gnosis, y lo habían puesto por escrito. Sostenían que sus ideas eran las mismas que Jesús había revelado, entre su resurrección y el ascenso a los cielos, a algunos de sus íntimos, como Juan, Santiago (el «hermano del Señor»), el apóstol Felipe, Tomás o María Magdalena. También afirmaban que estos discípulos habían dejado un testimonio escrito de lo que Jesús les había dicho a ellos, sus elegidos.
Conocemos estas obras atribuidas a los seguidores de Cristo con los nombres de «Evangelio» de Tomás, de Felipe, de María Magdalena e incluso de Judas, o con otras denominaciones que no incluyen la palabra «evangelio» pero que lo son, en el sentido de que contienen palabras de Jesús: Sabiduría de Jesucristo, Carta de Pedro a Felipe, Pistis Sofía, Apocalipsis de Pedro, Apocalipsis de Santiago... Todos estos textos forman parte de la literatura apócrifa del Nuevo Testamento.
En un principio, un libro apócrifo era el que convenía mantener oculto por ser demasiado precioso, no apto para ser entregado a manos profanas. También se designaban como «apócrifos» los libros que procedían de una enseñanza secreta o la contenían, como es el caso de los escritos gnósticos. Sin embargo, como los gnósticos se apartaban de las posiciones dominantes de la Iglesia, el vocablo «apócrifo» adquirió muy pronto el sentido de «falso», y esta aceptación negativa es la que hoy prevalece.
fuente: http://www.historiang.com/articulo.jsp?id
=2495566
Nro.96-
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