Escribe Santiago Kovadloff
Lo hacen sin que les tiemble el pulso: homologan a un propósito desestabilizador el clima de disconformidad generalizada que ellos mismos alientan. Falsa sinonimia. No advierten o no quieren advertir lo que sucede. No están dispuestos a proceder en consonancia con lo que la realidad les exige. ¿Para quién gobiernan, entonces? Son devotos del poder. A su servicio lo ponen todo. No buscan sino el protagonismo incesante. Que no se los confunda: son conservadores. Siempre lo han sido. Instrumentan la ley para impedir el cambio que las circunstancias reclaman. Y vociferan. Acusan. Incendian las palabras. Multiplican los gestos amenazantes. Y se consagran a probar lo indemostrable: que hay un complot contra ellos. Campesino, mediático, político y financiero. Incluso religioso.
Es inmensa la mayoría que está asqueada de la violencia. Harta de intolerancias. Acaso ésa sea la victoria cívica más honda de los últimos cinco lustros. Pero ellos actúan como si no fuera cierto. Están enceguecidos. Subestiman todo lo que los contradice. Obcecados como viven por aferrarse a lo que entienden, desprecian la enseñanza de los hechos. Consideran irrelevante su pérdida de consenso. Los argentinos quieren paz, previsibilidad. No los expresa el propósito de la confrontación constante. No se reconocen en el discurso crispado, despectivo. No son suyas las banderas maniqueas que se intenta forzarlos a enarbolar.
Estamos ante una sociedad incomprendida por su gobierno. Una sociedad incomprendida es, en este caso, la que se involucra en un propósito desestabilizador porque discrepa con él. ¿Qué es esto si no una demostración más de la visceral intolerancia de la disidencia, de cualquier disidencia, por parte del oficialismo?
En una palabra: el país está cansado de falsas disyuntivas. Fue, por eso, oportuno que privara la cordura y la Presidenta advirtiera a tiempo a qué se exponía. Nada la hubiera perjudicado más, en este momento, que convertir a D´Elía y Moyano en tribunos callejeros del respaldo a la causa institucional. Nada hubiera sido más inverosímil. Nada más patético. Nada más sintomático, por parte del Gobierno, de una gravísima falta de sentido común. Ya bastante deshilachados están sus estandartes progresistas como para que se les sume el riesgo adicional de semejante parodia mussoliniana.
La gente quiere paz, trabajo, tranquilidad. Un marco jurídico firme del que no se burle el Poder Ejecutivo. El apego a la ley es anhelo dominante. Aun en aquellos que más padecen las desigualdades y sufren a diario las postergaciones humillantes que imponen la pobreza y el clientelismo.
Gobiernan quienes gobiernan y así debe ser hasta el final de su legítimo mandato. El presente exige reconocerlos. Pero todo, en su proceder, indica que pertenecen a una cultura del pasado. Los dos pilares operativos de esa cultura superada son la beligerancia y las prebendas. Dos seudovalores. ¿A quién pretenden convencer de que, sobre ellos, es posible edificar un programa progresista? Es inútil que se empecinen en hacer creer que la disconformidad social que cunde no se origina en sus propios procedimientos y enunciados. Ellos exigen sumisión, tanto a réprobos como a elegidos. Su tono es su fondo. Odian sin disimulo, y la gente lo advierte. La serenidad que les falta es la jactancia que les sobra. Su legitimidad de nada les ha valido para ganar consistencia ética en el espíritu colectivo. El apoyo que necesitan es el que no logran reconquistar. Lo perdieron malbaratando la confianza de millones. La incredulidad que despiertan arraiga en el descrédito que han sembrado. No se burla a un electorado impunemente. El desafío era, y sigue siendo, crecer. Ellos han optado por durar.
Hay dos nociones cuyo sentido se ha desvirtuado entre nosotros: paz y prosperidad. Remiten a dos realidades que se hacen desear. Una dolorosa simetría enlaza la capacidad que este gobierno tiene de vulnerar el clima de entendimiento social indispensable para concretarlas y la torpeza hasta hoy demostrada por la oposición para construir una alternativa que aliente la esperanza -y no sólo el reclamo- del pueblo argentino. Uno y otra están jaqueados por sus propias estrecheces. ¿Cómo transitar, entonces, hacia la normalidad?
La tarea que aguarda a la oposición es ciclópea porque debe ser innovadora. Debe expurgar a la democracia de las connotaciones autoritarias que sobreviven en ella. Debe transitar de la turbulencia política del siglo XX a las convergencias indispensables del siglo XXI. En sus dos gestiones sucesivas, el oficialismo capitalizó las fragilidades del sistema republicano. Aprovechó las hipertrofias del presidencialismo. La oposición, en consecuencia, deberá remontar ese cuadro de abusos y desmesuras. Tendrá porvenir sólo en la medida en que fortalezca la justicia social a través de un programa de desarrollo sostenido en la ley y en el tiempo. No sabemos si será posible. Sabemos que es indispensable.
Otro modo de decirlo es afirmar que se trata de recuperar la vida cotidiana. La posibilidad de subordinar lo inesperado a lo esperable. Lo anómalo a lo normativo. La inestabilidad se ha convertido en una rutina tan devastadora como paradójica. Inseguridad significa pérdida de parámetros que orienten la acción. Riesgo incesante, extenuante, de no estar donde uno se encuentra. Angustia de no saber si el camino que se recorre es real o ficticio. Así, con esta incertidumbre básica, comienza la pérdida de sentido. Y ello tanto en lo personal como en lo colectivo.
La eficacia de la gestión pública es condición de ingreso a una vida cotidiana comunitariamente afianzada. No a la falta de conflictos, sino a la buena administración de los conflictos inevitables. Es lo que este gobierno no ha sabido brindar. ¿Qué se ha hecho de las instituciones del país como para que la calle haya vuelto a ser escenario dilecto para dirimir los problemas de la democracia? ¿Para que los gritos, las amenazas y los golpes desplacen sin más el diálogo y la negociación? Quienes repudian el vandalismo y la prepotencia, pero hacen suyo el reclamo de desarrollo con inclusión social, no olvidan la promesa de mejor calidad institucional que la Presidenta formuló en su campaña electoral. Insisto: el aporte que la sociedad disconforme le está haciendo al Gobierno es recordarle sus deberes incumplidos. Y, a la oposición, lo que no debe desoír si aspira a ser representativa del sentir mayoritario.
La Argentina es hoy, ganada como vive por los agotadores vaivenes de lo inestable, un país impredecible. Penosamente cercano a un conglomerado antes que a una nación. A un orden que corre el riesgo de ser fagocitado por el curso vertiginoso de la pura actualidad. La actualidad es la sucesión interminable de cosas que ocurren sin ningún control, sin que nadie las administre debidamente para facilitar su comprensión. Reina la actualidad donde el Estado no opera como debe. Donde el Estado no logra impedir el desborde de los hechos. Donde el Estado es parte de los desentendimientos que debería ayudar a resolver. Un indicio más, en suma, de lo que pasa, y no un recurso superador de lo que sucede.
Es ésta la inseguridad fundamental. Las calles son hoy una metáfora elocuente de todo ello. Ellas dicen bien, con la anarquía que casi a diario las agobia, de las dificultades del poder central para lograr que los conflictos circulen por un carril adecuado. Calles y rutas son arterias. Si se las bloquea, el organismo entero se resiente. A los sin techo y sin trabajo se suman ahora los sin calle. El sinsentido se amplía en lugar de reducirse. Crece la exclusión. Estar fuera del sistema significa estar privado de significación. Es este fenómeno dramático de la pérdida creciente de significación el que está afectando al conjunto de la sociedad argentina. El deterioro, invariablemente, se inicia con la opacidad del valor de las instituciones en la construcción de la identidad ciudadana. Es ésta la enfermedad que arrastra, desde muy atrás, el ejercicio nacional de la política. Una enfermedad de la que el oficialismo también es síntoma.
(LA NACION, 20 de noviembre de 2009)
visto en http://www.contexto.com.ar/vernota.php?id=13408
miércoles, 25 de noviembre de 2009
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2 comentarios:
Hola
Parece ser que en todo el mundo ocurre lo mismo, gobernantes con intereses propios que se olvidan de quienes les sentaron en ese sillon que atrae con tantisima fuerza a todos aquellos con deseos de llenarse sus propios bolsillos....
interesante tu blog
saludos
a MJTH,
muchas gracias por tu comentario en mi blog.
te deseo todo lo mejor.
Cordiales saludos.
Jose Pivín
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