Rogelio Alaniz
La señora se da sus gustos. En el
país de Disneylandia, ella hizo de Alicia contando maravillas que a los
que más maravillaron fue a los argentinos por insólitas, aunque no por
verdaderas. Es que quien ama el poder suele disfrutar de esos
privilegios. Como a Menem, a la señora le gusta presentarse como
exitosa. Y sin duda que lo es, aunque por razones distintas a la que
ella invoca.
Esta vez el escenario fue en Estados Unidos, en
dos reconocidas universidades de ese país. El género que interpretó en
la ocasión no tuvo nada que ver con una conferencia de prensa, entre
otras cosas porque una de las condiciones exigidas para preguntar, era
no ser periodista.
Lo que se dice, toda una definición política acerca
de su relación con los profesionales de la prensa.
La señora no es la primera mandataria que se da
esos lujos. Otros y otras lo han hecho, es decir, aceptar la invitación
de las universidades para “dialogar” con los estudiantes. Lo de
“dialogar” va entre comillas, porque el diálogo como tal nunca se
realiza porque ese género no es posible entre protagonistas que están
ubicados en planos diferentes.
En todos los casos sucede lo previsible: hay
preguntas incómodas y los jefes de Estado las responden como pueden.
¿Preguntas incómodas? Sí, por supuesto. Para eso se autoriza a hacer
preguntas que por definición deben ser incómodas, porque para las
preguntas complacientes con el poder ya está “6,7 y 8”.
Concretamente, no hace falta ser un perspicaz
asesor de la señora, para decirle que debe prepararse para responder
acerca de temas tales como inflación, reforma constitucional, cepo
cambiario, cifras del INDEC, fortuna personal, relaciones con la prensa,
corrupción de sus funcionarios. Por lo tanto, cuesta mucho creer que
haya sido sorprendida por los estudiantes, ya que si lo fue, el mejor
consejo que se le podría dar es que cambie sus asesores.
Se sabe que toda conferencia brindada por un
mandatario es una gran puesta en escena. No hay nada malo en eso.
Quienes preguntan pueden hacerlo a título personal, pero en la medida
que el acontecimiento está siendo televisado para todo el mundo, esas
preguntas personales se relativizan porque pasan a ser preguntas de
todos. Por el otro lado, también se supone que quien responde es un
presidente de la Nación, esto quiere decir que representa a millones de
personas, por lo que sus respuestas deben estar a la altura de esa
investidura.
Clinton, Obama, pero también Cardoso o Lagos y
para no irnos tan lejos, Duhalde, Alfonsín o Frondizi, han estado en
situaciones parecidas, y en todos los casos nunca olvidaron la
responsabilidad de su investidura.
Puede que alguno de ellos haya optado
por alguna pequeña informalidad, un chiste que no ofende a nadie, sino
que divierte a todos, alguna informalidad en la vestimenta, como en su
momento lo hiciera Kennedy que atendió a los periodistas vestido con un
elegante short. Lo que a ninguno de ellos se le ocurrió hacer, es
enredarse en discusiones impertinentes con el público y, mucho menos,
faltarles el respeto o agraviarlos.
Esto quiere decir que un presidente no está en la
tarima para involucrarse en un duelo de chicanas y sarcasmos con su
público porque -y a esto ningún mandatario que se precie de tal lo debe
olvidar- él o Ella no están hablando en la mesa de un café o
compartiendo un asado con los amigos, sino que lo hacen desde su
investidura. Por lo tanto, sus opiniones personales sobre sus
interlocutores no importan, porque el mandatario le está respondiendo no
a un estudiante sino a millones de personas.
Estas elementales consideraciones de diplomacia
política, indispensables para hacer realidad el juego del poder entre
representantes y representados, parecen no existir para la señora. Fiel
discípula de Él, su objetivo parece más inclinado a demostrar que es más
lista o más hiriente que su interlocutor, que a contribuir con su
aporte a hacer más transparentes las relaciones del poder. ¿Por qué lo
hace? Tal vez porque no sabe hacer otra cosa, tal vez porque no debe ser
sencillo ocultar la verdad de manera tan evidente.
En definitiva, lo que debería ser una relación
formalizada por la distancia y el protocolo, la señora lo toma como una
cuestión personal. Sus respuestas a los estudiantes parecían más las
respuestas de una señora fastidiada que las de una presidente de la
Nación responsable de sus palabras y sus actos. ¿Es así? Es así. Una
presidente que se precie de tal, en estas situaciones siempre mantiene
la distancia que corresponde y con los tonos que corresponden.
La señora
de esta lección sólo conoce la mitad del libreto, el de mantener la
distancia, el de dejar en claro que ella está en la tarima y los otros
en las butacas, porque el otro tramo del libreto lo olvidó o no lo
conoce. De allí entonces su tendencia -que los argentinos conocemos muy
bien- de agraviar a sus interlocutores, de aprovecharse del lugar que le
otorga el protocolo y el atril para chicanear, ofender, faltar el
respeto y, en más de un caso, mentir descaradamente. ¿Es posible otra
conducta? Claro que es posible, pero para ello hacen falta atributos que
a la señora le han sido negados: grandeza, honestidad intelectual,
sensibilidad, delicadeza.
La señora no sólo que parece incapaz de asumir
roles más amplios, por lo que termina entreverándose en discusiones casi
personales, sino que además parece ignorar que en el mundo globalizado
lo que se dice en una punta del planeta enseguida se conoce en la otra
punta. ¿Que no hay inflación? ¿Que habla con los periodistas? ¿Que no
está interesada en la reelección? ¿Que no hay cepo cambiario? ¿Que las
cifras del Indec son exactas? ¿Que su fortuna personal la hizo
trabajando?
La señora no da respuestas claras y mucho menos
inteligentes, pero lo que le falta en lucidez pareciera que le sobra en
astucia. Es que por lo general el populismo suele alentar esos recursos.
“Viveza criolla”, le llaman sus escribas a una trapisonda verbal, a
chicanas que en más de un caso rozan la grosería, a mentiras
desfachatadas que agravian la inteligencia de sus interlocutores.
Ocurre
que los escribas de esta escuela consideran que el arte de embaucar y
jugar con cartas marcadas, es un sinónimo de cultura nacional y popular.
Así y todo, no faltan los teóricos que aseguran que la señora con sus
vulgaridades y ocurrencias de matrona de barrio, desacraliza el poder,
lo desacartona y lo hace plebeyo popular. Nada más lejos de la verdad.
Es que los populistas nunca van a aceptar que la demagogia, los gestos
chabacanos, la supuesta identificación con el pueblo a través de la
procacidad o los lugares comunes más triviales, no tienen nada que ver
con la horizontalidad democrática o la preocupación republicana por
achicar la distancia entre gobernantes y gobernados.
Por el contrario,
estos recursos suelen ser los preferidos de los jefes populistas quienes
justamente se distinguen por dejar siempre muy en claro quién es el que
manda y quiénes son los que obedecen.
fuente: texto del diario EL LITORAL
SANTA FE, 27 DE SEPTIEMBRE 2012
FOTO: URGENTE24.COM
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