lunes, 1 de diciembre de 2008

El Renacimiento del Idioma Hebreo


Roni Goldberg

Vicecónsul de Israel en Uruguay


Cualquier persona que haya visitado Tel Aviv, seguramente habrá hecho un alto en su paseo para refrescarse con un jugo de naranja exprimido en alguno de los tantos kioscos de la calle Ben-Yehuda, la arteria troncal que recorre la ciudad desde el río Yarkón al norte hasta su confluencia con Allenby en el sur. En tanto, en la recorrida por Jerusalén moderno, todos los caminos conducen a la efervescente peatonal Ben-Yehuda, con sus artistas ambulantes, sus cafés de moda, y la miríada de pequeñas callejuelas peatonales que de ella se desprenden y en ella desembocan.

¿Cuál habrá sido la contribución de Ben-Yehuda para haber merecido ser inmortalizado no sólo en esas dos calles tan emblemáticas y céntricas, sino en tantas otras esparcidas a lo largo y a lo ancho de Israel? Mucho más que lo que el común de la gente podría imaginarse: Eliézer Ben-Yehuda (1858-1922) fue el impulsor, el pionero y el alma máter del renacimiento del idioma hebreo, uno de los capítulos más brillantes de la epopeya que significó el retorno del pueblo hebreo a su tierra. El idioma hebreo, convertido en lengua muerta durante dos mil años de exilio y diáspora del pueblo judío, pasó a ser nuevamente una lengua viva. Jamás hasta ese entonces una lengua muerta había sido devuelta con éxito a su condición anterior de lengua viva, y nunca lo ha vuelto a ser en toda la historia de la humanidad.


Lengua vivas, muertas y extinguidas


Decíamos que el hebreo fue considerado una lengua muerta durante casi dos milenios. Seguramente todos habremos oído hablar de “lenguas muertas”. Pero, ¿qué es en verdad una lengua muerta, cómo podremos diferenciarla de una lengua extinguida, y en qué se distingue una lengua viva de una muerta?

Es prácticamente imposible establecer el momento preciso en que un idioma muere, ya que una lengua languidece lentamente y de modo paulatino. Aún así, decimos que una lengua ha muerto cuando llega a un estadio en que su empleo es casi exclusivamente por escrito, con fines mayormente intelectuales, en ámbitos como la literatura, la poesía, la enseñanza, la ciencia, o con fines legales o litúrgicos.


Generalmente, una lengua muerta –llamada también “lengua culta”– ya no se transmite de generación a generación por vía oral y natural, de padres a hijos, sino más bien se transfiere de manera culta, mediante la educación, la enseñanza, la lectura y la escritura. De ello se desprende su gran distintivo, que es el que no haya niños que la hablen como lengua madre desde temprana edad, sino que es aprendida como segunda lengua.

Por eso, una lengua muerta es estática y anquilosada, como si estuviese detenida en el tiempo, por lo que su desarrollo y evolución, la incorporación de nuevas palabras o su actualización, se han lentificado o detenido por completo. Para hacerlo elocuente, una lengua muerta es aquella que podrá ser hablada por adultos que la aprendieron de grandes, pero no por niños como primera lengua.


Aparte del hebreo, uno de los ejemplos paradigmáticos entre las lenguas muertas es el latín, que sigue siendo considerada como tal hasta el día de hoy a pesar de ser lengua oficial de un Estado, el Vaticano. Lo es también el sánscrito, lengua sagrada de los cientos de millones de hinduístas de la India.


En este marco de definiciones, debemos discernir asimismo entre una lengua muerta, cuyas características describíamos arriba, y una extinguida, que es aquella de la que ya no quedan seres vivos que la hablen, escriban, lean o comprendan, como la gran mayoría de las lenguas indígenas americanas.

En el caso de una lengua que se extingue, su desaparición puede incluso tener fecha cierta: la lengua dálmata, por ejemplo, que se hablaba en Dalmacia, Croacia, se extinguió oficialmente el 10 de junio de 1898, con la muerte de la última persona viva que la comprendía, Tuone Udaina. El idioma eyak, hablado en Alaska, quedó extinguido definitivamente hace sólo unos meses, el 21 de enero de 2008, con la muerte de su última hablante viva, Marie Smith Jones.


La “partida de defunción” del hebreo bíblico


Tratándose como aludíamos de un proceso extremadamente paulatino y lento, imperceptible para sus contemporáneos, existen lógicas discrepancias acerca de cuándo puede decirse con certeza que el hebreo bíblico, aquel que hablaron los patriarcas de Israel, sus reyes y profetas, y el mismo en que está escrita la Biblia en casi su totalidad, dejó de hablarse y pasó a ser una lengua muerta.

En los últimos siglos antes de la Era Común, existen indicios históricos crecientes de que el hebreo iba dando paso paulatinamente a su lengua hermana, el arameo, como lengua hablada entre los israelitas.

En el libro de Nehemías, datado hacia el siglo V a.E.C., se relata (capítulo 8) que Esdras el escriba lee las Sagradas Escrituras al pueblo de Israel en público, “para que entiendan”. Varios siglos más tarde, el Nuevo Testamento nos confirma que Jesús de Nazaret, como el resto de los judíos de la provincia romana de Palestina, hablaba en arameo: “Dios mío, ¿por qué me abandonaste?” (Mateo 27:46).


Finalmente, todos los investigadores dan por cierto y concluido el proceso de languidecimiento inexorable del hebreo, coincidiendo en considerarla lengua muerta con seguridad a partir del año 70 de la Era Común.

Efectivamente, cuando el emperador romano Tito destruye el segundo Templo de Jerusalén y ordena el exilio forzoso de los judíos de la Tierra de Israel hacia los cuatro confines del mundo conocido, el hebreo bíblico cesa definitivamente de ser un lenguaje hablado. A partir de ese momento, continuará atesorado por el pueblo hebreo disperso, como vehículo escrito de la cultura judía de los 2000 años venideros.


El hebreo durante la diáspora judía


La pérdida del habla de una lengua muerta, decíamos, no necesariamente viene en desmedro de su empleo escrito con fines cultos e intelectuales. El hebreo escrito no se constituyó en excepción a dicha regla. Por el contrario: el Pueblo del Libro por antonomasia, para cuya lectura es indispensable el dominio del hebreo, no sólo siguió impartiendo la instrucción de su lengua –considerada ya “lengua sagrada”– con fines litúrgicos, sino siguió utilizando su idioma intensamente en los más variados ámbitos de la vida cultural y el quehacer judío de las diversas diásporas, entre ellos la literatura, la poesía, la ciencia, el sistema legal y más tarde la prensa, entre muchos otros.


Sería imposible abarcar en este marco, la riquísima producción completa de la cultura judía en idioma hebreo a lo largo de sus dos milenios en el exilio. Sin ser exhaustivos, encontramos allí a la literatura y la poesía judía de la España medieval, con escritos de Yehudá Haleví, Salomón Ibn Gavirol (llamado Avicebrón), Abraham y Moshé Ibn Ezra y Shmuel Hanaguid.


Buena parte de la literatura religiosa judía de esos siglos fue escrita en hebreo: la Mishná, primera gran exégesis o comentario de la Biblia y base fundamental del Talmud; los escritos de los mayores teólogos e intelectuales hebreos, como Maimónides, Isaac Alfasi y Najmánides; partes del Zóhar, piedra angular de la Cábala; el Shulján Aruj, pilar de la halajá judía.


Incluso para la vida cotidiana judía era indispensable el conocimiento del hebreo escrito: la mayor parte de la Responsa, corpus jurídico de millones de preguntas y respuestas de judíos a sus rabinos en todos los aspectos de la vida, está en ese idioma, así como los contratos entre judíos, principalmente las ketubot o contratos matrimoniales, negocios y pleitos.

En la Edad Media, el hebreo ocupó un lugar destacado en la ciencia de la época: se conocen textos de astronomía; se impartieron en hebreo clases de medicina en varias universidades europeas desde el siglo IX hasta el siglo XVI, e intelectuales, clérigos católicos y hasta reyes y príncipes, lo aprendieron y lo hablaban. Se sabe que Lady Juana Grey, reina de Inglaterra, dominaba el hebreo, y que el emperador Pedro II de Brasil incluso tradujo al portugués cánticos de Purim y la tradicional canción Jad Gadiá, que cierra la Hagadá de Pésaj, el texto ritual tradicional de la Pascua judía.


El lenguaje hablado de los judíos medievales


Con la pérdida del hebreo como lengua viva, los judíos se vieron obligados a adoptar para su comunicación diaria y sus usos cotidianos y familiares, las de sus países de adopción. Con el correr de los siglos, terminaron por forjarse no menos de tres idiomas judíos principales, cada cual en su ámbito geográfico, escritos en un alfabeto hebreo adaptado a las nuevas necesidades, y atesorando cada uno de ellos una profusa cantidad de términos y vocablos hebreos.


Así pues, los judíos de Europa Occidental, cuyo centro neurálgico durante la Edad Media radicaba en Alemania (llamada en hebreo bíblico Ashkenaz y de ahí que sean conocidos como “askenazíes”) y que luego se expandieron por toda Europa Oriental, crearon un dialecto, posteriormente idioma, originado en el alemán: el ídish (término que en dicho idioma significa “judío”).


Los judíos de España, llamada en hebreo Sefarad y de allí “judíos sefardíes”, desarrollaron el ladino o judeoespañol, y siguieron hablándolo incluso luego de su expulsión en 1492 y su dispersión por los Balcanes, Turquía y el norte de África.


Los judíos de los países árabes, por su parte, hablaban el árabe-judío, idioma hoy casi extinto.


Los tres idiomas adoptaron para su escritura el alfabeto hebreo; el ídish y el árabe-judío con exclusividad, mientras que el ladino se escribía tanto con letras hebreas como con latinas.
El idioma hebreo culto, común a todas las comunidades, sirvió de lengua franca o de intercomunicación entre judíos de distintas latitudes para comprenderse entre sí.



La Ilustración y el Sionismo


El destino inexorable del hebreo junto al resto de las lenguas muertas, vislumbró un cambio luego de 1700 años de letargo con el surgimiento del Iluminismo y su versión judía, la Haskalá, que a partir de fines del siglo XVIII animó a los judíos a demandar la equiparación de sus derechos a los del resto de la sociedad, y que derivó a la postre en el movimiento que propugnó por el retorno de los judíos a su tierra: el Sionismo.


En el marco de la revolución que significó para los judíos, pretender recuperar la normalidad como pueblo que habita en su propio territorio, comenzó el debate acerca de cómo habrían de comunicarse entre sí los israelitas provenientes de cien diásporas distintas, una vez reunidos en la Tierra de Israel.


Teodoro Herzl, en su obra fundamental del Sionismo político “El Estado Judío”, dudó de las posibilidades del hebreo de convertirse nuevamente en una lengua cotidiana de uso popular, y sugirió que en el –por ese entonces utópico– Estado Judío, se hablase un ramillete de lenguas: “¿Cómo podría uno comprar un boleto de tren en una lengua del pasado? El ejemplo a seguir es Suiza, en la que conviven sin problemas varias lenguas”. El médico judío polaco Eliézer (Ludwig) Zamenhof, por su parte, también dedicó sus desvelos al problema del idioma del pueblo judío en su afán de emancipación.

En una primera etapa, concibió al ídish como la solución, para lo que se abocó a modernizar su gramática, y propuso incluso cambiar su escritura de hebrea a latina. Por último, llegó a idear un nuevo idioma, el esperanto, como nueva lengua franca de los judíos, antes de que tomase por otro camino y se convirtiera en lengua universal.


Eliézer Ben-Yehuda y su colosal empresa


Si Herzl, el padre e ideólogo del Sionismo, de por sí idea inédita en la historia de los pueblos, desahució por descabellada toda posibilidad de revivir al hebreo muerto, ¿quién sería capaz de recoger el guante de un proyecto sin precedentes hasta ese entonces en los anales de la humanidad?


Quien acometió la ejecución de tan desmesurada empresa, fue un maestro, periodista y filólogo, nacido en Lituania en 1858, hace exactamente 150 años: Eliézer Ben-Yehuda, llamado “el renovador de la lengua hebrea”.

Ya a los 21 años, Ben-Yehuda publicó una serie de artículos periodísticos, en los que sostuvo que el resurgimiento de la nación judía no era viable sin hablar una sola lengua común –a diferencia de la propuesta de Herzl– que sería su propio idioma ancestral –distintamente de lo sugerido por Zamenhof–. Según él, la manera de restaurar el uso del hebreo, era instituirlo como lengua exclusiva de instrucción en el aún incipiente sistema educativo judío en Éretz Israel.


Luego de inmigrar a Palestina con su esposa en 1881, decidió predicar con el ejemplo: Ben-Yehuda dispuso que en su humilde casa se hablara sólo hebreo, provocando las burlas y agresiones de la población judía de Jerusalén –que lo acusaba de profanar la lengua sagrada–, llegando incluso al aislamiento social de la familia. Su primogénito Itamar, nacido en 1882 y llamado “el primer niño hebreo” por haber sido el primero en tener al hebreo como lengua madre luego de 2000 años, pasó una infancia dura, apartado del resto de los niños con los que ni siquiera podía comunicarse.


Pero Ben-Yehuda no se amilanó. En 1884 funda el semanario “Hatzví”, a partir de 1886 da clases en la escuela “Javiv” de Rishon Letzion, la primera del mundo en impartir instrucción íntegramente en hebreo, y en 1890 establece el Comité de la Lengua Hebrea, convertida luego en la Academia de la Lengua Hebrea de nuestros días. Ni siquiera las amarguras de su vida lo arredraron en su cometido: en 1891 enviudó tempranamente de su primera esposa Débora, y al poco tiempo y en el lapso de sólo diez días, murieron de difteria 3 de sus 5 pequeños hijos, .


La tarea era ardua y exasperantemente lenta. Cuando en 1895 Ben-Yehuda convoca la primera reunión de maestros de hebreo de todo Éretz Israel, sólo 13 acuden al llamado. En 1902, cuando Itamar “el primer niño hebreo” cumplía ya 20 años, su segunda esposa Jemda horneaba una torta festejando sólo la 10ª familia jerosolimitana que se avenía a hablar exclusivamente en hebreo.


Ben-Yehuda llegó entonces a la conclusión, de que la carencia absoluta de un buen diccionario de la lengua hebrea, y la falta de una enorme cantidad de palabras en todos los ámbitos de la vida, inexistentes luego de siglos en desuso, dificultaban y hacían peligrar el éxito de la empresa.


Así pues, se dedicó a la monumental tarea de elaborar un diccionario completo y exhaustivo de la lengua, para lo cual se convirtió en un verdadero erudito de cuanto texto existiera en idioma hebreo.

La Biblia completa y sus interpretaciones; la Mishná, los midrashim o comentarios, las agadot o leyendas, las preguntas y respuestas rabínicas, plegarias, literatura cabalística, libros científicos, toda la literatura del Siglo de Oro de la España medieval; todo ello y más, constituyeron el material de cuyo crisol surgió en 1908 el primer tomo de su magistral diccionario, que incluía cientos de palabras nuevas ideadas y concebidas por Ben-Yehuda. La primera de ellas fue, precisamente, la palabra “diccionario”, inexistente hasta entonces... Hasta su muerte, acaecida en 1922, alcanzó a publicar 4 tomos más; los 17 que abarcó la obra concluída, fueron completados paulatinamente por sus discípulos hasta 1958.


Cuando en 1909 se funda la primera ciudad hebrea, Tel Aviv, ya se hablaba en ella hebreo en todos los lugares públicos: comercios y cafés, anuncios y carteles, la administración pública; todos ellos empleaban ya la vieja lengua devenida en novísima. No así en las casas y en el seno de las familias, en las que aún se hablaba ídish o ladino, ruso o alemán.


Pero la suerte de la gesta no quedó decidida, sino hasta las postrimerías del año 1913, cuando los fundadores del Technión de Haifa, decidieron que la nueva institución impartiría sus clases en alemán. La decisión desató una protesta general de maestros y estudiantes, que incluyó boicoteos y renuncias masivas, y que dio en llamarse “la guerra de las lenguas”.


Cuando el día 22 de febrero de 1914, los directivos del Technión acordaron finalmente que las clases en la institución naciente se dictasen en hebreo, pudo decirse con certeza que la vuelta a la vida plena del idioma hebreo en su tierra natal, era ya un hecho consumado.


Fue así que en poco más de 30 años, contrario a todo pronóstico y razón; y a pesar de la pobreza, la temprana viudez, el escarnio social y la adversidad, pudo decirse que Eliézer Ben-Yehuda –y con él todo un pueblo– había triunfado en su audaz e inédito proyecto. De él se dijo recientemente, en una voluminosa biografía presentada en Israel el 13 de mayo de 2008 (Yosef Lang, “¡Hable en hebreo!, la vida de Eliézer Ben-Yehuda”, ed. Instituto Yad Ben-Zvi, Jerusalén 2008, 922 págs.):

“Fue un hombre enfermizo, temperamental, acérrimo defensor de sus ideas, luchador incansable por sus ideales y en contra de todo lo que consideraba censurable, terco y orgulloso, amante de la polémica, que hasta sus más íntimos amigos sufrieron alguna vez de la crítica ácida y mordaz, suya o de sus periódicos. Pero a pesar de ello, supo ser un romántico empedernido y suave como un pétalo. Sin lugar a dudas, un profeta de carne hueso”


Resucitando un idioma: de lengua muerta a lengua viva


Ahora bien y en concreto, ¿cómo se resucita un idioma muerto? ¿Cómo se puede, después de 2000 largos años, llamar “helado” a un helado, al tren: “tren”, a un reloj: “reloj”, o “telegrama” al telegrama; o planchar utilizando la electricidad, cuando nada eso existía dos milenios atrás? Efectivamente, una de las tareas más arduas al revivir un idioma que había dejado de hablarse durante cien generaciones, fue la de enriquecer un vocabulario ralo y escaso, sin desvirtuar por otro lado la esencia del idioma.


La ampliación y renovación lexicográfica, es sólo uno de los aspectos del desarrollo de una lengua. A su vez, había que modernizar una ortografía ya anquilosada, actualizar por completo unas normas anticuadas de gramática y sintaxis, y recuperar una pronunciación olvidada y no reflejada por los textos escritos, entre otros muchos cometidos.

Pero sin duda la más difícil, la más sisífica de las tareas, es la de introducir el idioma en todos y cada uno de los contextos, desde el idioma en que los jueces escriben sus sentencias, al de las cárceles y los delincuentes; desde el lenguaje de los negocios, el bursátil, el periodístico y el científico, al de las rencillas de los chicos.

Es la dificultad de instalar un idioma en los hogares, en los que ya preexiste otro. Es la ardua tarea de enseñar un idioma, a judíos venidos de todas las latitudes, con 70 acentos diversos.


Valga aclarar que el patrocinio de un Estado interesado en revivir su lengua, o las pingües sumas de dinero invertidas en tal cometido, no constituyen garantía de éxito. Irlanda no ha logrado reemplazar al inglés por el gaélico, del que se estima lo hablan sólo unos 50 mil irlandeses. En la India fracasaron los esfuerzos por revivir el sánscrito, del que hay censados 49.000 hablantes entre 1100 millones.

El Vaticano, en sus esfuerzos por revitalizar su idioma oficial, el latín, nos demuestra la complejidad de recomponer razonablemente el lenguaje de una lengua muerta: la Santa Sede propone que “cine” en latín moderno se diga pellicularum cinematographicarum theca; “libreta de conducir” sería diplōma vehículo automatário ducendo, en tanto “sobredosis” se diría immódica medicamenti stupefactīvi iniéctio...


Como veíamos, el renacimiento del hebreo formó parte de un proceso más amplio de resurgimiento y liberación nacional, en cuyo marco el pueblo judío optó, a fines del siglo XIX, por pasar del determinismo a la determinación, con la que se abocó a la lucha por su autodeterminación e independencia.

Los pioneros sionistas, idealistas fervientes que con su tesón empujaron desde el llano el proceso de retorno a la patria ancestral, también apoyaron con ahínco el retorno a la lengua de los padres, predicando con el ejemplo.


A dicho cúmulo de razones de fondo, habría que agregar factores algo más coyunturales como la acertada decisión –como vimos, no exenta de luchas– de instituir al hebreo como lengua única y obligatoria en el incipiente sistema educativo, aprovechando una época de cambios en la que, de por sí, los nuevos inmigrantes buscaban una lengua en común para poder comunicarse. Como colofón, el afán y la perseverancia de un visionario y erudito como Eliézer Ben-Yehuda, sin cuyo aporte crucial la recuperación del hebreo no hubiese sido posible.


Resucitando un idioma: manos a la obra


La imperiosa necesidad de recrear un léxico pauperizado, sin traicionar las raíces del idioma ni desvirtuarlas era, decíamos, el problema más inmediato y agudo del hebreo. Propongo entonces arremangarnos, sumergirnos juntos en el proceso íntimo de cómo se recrea un idioma de sus propias cenizas, y ver algunas de las maneras de las que se valió el hebreo para rehacer su vocabulario, guardando fidelidad a sus fuentes y a su identidad histórica.


Uso recurrente de palabras bíblicas de significado poco claro: Leemos en la visión del profeta Ezequiel (1:4): “Y de pronto me fijé y vi que del norte venían un viento huracanado y una nube inmensa rodeada de un fuego fulgurante y de un gran resplandor. En medio del fuego se veía algo semejante a un metal refulgente”. Nunca se supo a ciencia cierta a qué “metal refulgente” –en hebreo, jashmal– hizo referencia el texto, que aparece sólo 3 veces en la Biblia. En la Septuaginta o traducción de la Biblia al griego, jashmal se tradujo por “electrón”, nombre que con el tiempo le fue adjudicado en griego al ámbar, un mineral con propiedades eléctricas. Cuando el hebreo moderno necesitó de una nueva palabra para la electricidad, eligió llamarla jashmal.


Imitación de fórmulas adoptadas por otros idiomas: El mundo conoció a la papa y al choclo recién gracias a Cristóbal Colón; claro está entonces que los judíos de la época del Segundo Templo de Jerusalén, ni comían papas ni hubiesen sabido cómo llamar al maíz en hebreo. Como la problemática de adjudicar nombres a los nuevos frutos procedentes de América o del Lejano Oriente, ya había sido resuelta por los diversos idiomas europeos, el hebreo aprovechó algunas de aquellas soluciones.


La papa, por ejemplo, fue llamada en francés pomme de terre (literalmente, “manzana de tierra”). Siendo que en la Biblia existían ya las palabras “manzana” y “tierra”, fue ése el nombre hebreo escogido para el tubérculo: tapúaj adamá (“manzana de tierra”).


De manera análoga aunque con cierta diferencia, el hebreo se inspiró en el italiano para denominar al exótico fruto llegado del Lejano Oriente: la naranja. Así, tomando el modo en que el italiano eligió llamar al americano tomate (pomodoro, derivado de pomo d’oro, “manzana de oro”), se llamó en hebreo a la naranja: tapúaj zahav (“manzana de oro”); contraído con el uso al tapuz de nuestros días.


Imitación de sonidos: Otros neologismos fueron creados en base a su semejanza al sonido del vocablo en otros idiomas: del francés poupée, “muñeca”, por ejemplo, surgió el hebreo bubá; del inglés brush, “cepillo”, se forjó el término hebreo mibreshet.


Palabras asimiladas de idiomas cercanos: El hebreo moderno echó mano de vocablos existentes en idiomas hermanos, principalmente el arameo y el árabe (cercanos al hebreo como el portugués o el italiano lo son al castellano), y a veces de idiomas conquistadores que influyeron al hebreo en la antigüedad, como el griego y el latín. Del arameo o el árabe talat, “tres”, paralelo al hebreo shalosh, se sirvió para crear tiltán, “trébol”, o el prefijo tlat-, “tri-“, como en tlat-ofán, “triciclo”. Del arameo o árabe tamane, “ocho”, análogo al hebreo shemone, y el arameo nun, “pescado”, se creó temanún, “pulpo”, literalmente “pescado de ocho brazos”.


El hebreo hoy


El hebreo de hoy, a menos de cien años de su definitivo resurgimiento, es un idioma pujante y vital, que se congratula incluso con un premio Nobel de Literatura a un escritor en hebreo, el otorgado en 1966 a Shmuel Yosef Agnón. Israel se enorgullece también de uno de los niveles más altos del mundo de lectura de periódicos en hebreo por habitante, así como de la edición de casi 6.000 nuevos libros en hebreo al año, el 88% de ellos en hebreo original, y el resto traducciones de otros idiomas. El sistema de ulpanim, escuelas especializadas en la enseñanza del hebreo, es aprendido por numerosos países que buscan imitar su fórmula de éxito.


Su afán de renovación parece no tener límite, como lo demuestra un grueso volumen de más de 400 páginas de reciente publicación, dedicado exclusivamente al argot hebreo, el “lunfardo” de Israel. La versión hebrea de Wikipedia cuenta con más de 80.000 vocablos, 26ª por número de artículos, pero segunda en calidad de los mismos luego de la inglesa.


Los datos que reflejan la relación entre el hebreo bíblico y el moderno, son elocuentes: por un lado, no menos de 15.000 palabras han sido agregadas al idioma en los últimos 120 años. Pero por el otro, el hebreo de hoy sigue íntimamente ligado a sus orígenes y fuentes: de las 1000 palabras más comunes y usuales del hebreo contemporáneo, 800 aparecen en la Biblia. Por haber nacido hablando hebreo, todo estudiante secundario israelí puede leer el Antiguo Testamento en el idioma en el que fue escrito originalmente, y en el que Dios hablaba en hebreo, como ellos.


En mérito a su genial obra, Eliézer Ben-Yehuda fue reconocido en 2008 por UNESCO como uno de los contribuidores a la cultura de la humanidad, al cumplirse 150 años de su natalicio. Su nombre se suma a figuras de la talla de Joseph Hayden, Galileo Galilei y Charles Darwin, entre otros.


Y si dijimos que una lengua muerta es una lengua sin niños que la hablen, el ejemplo cotidiano del triunfo de Ben-Yehuda son los cientos de miles de niños israelíes, que balbucearon sus primeros vocablos en hebreo, y que hoy estudian, juegan y sueñan en hebreo, para demostrar la vitalidad de esa lengua, que refleja también la vitalidad del país que tengo el orgullo de representar en el Uruguay, el Estado de Israel.


fuente: ANGULOS NRO. 58- NOVEDADES DE ISRAEL

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