por el Dr. MARCOS AGUINIS
Jueves 8 de mayo de 2008
Argentinos y latinoamericanos nos estremecemos al hablar de una independencia nacional. Hoy, según el calendario hebreo, se celebra el 60 aniversario de la independencia del Estado de Israel. Corresponde señalar que en ese día no tuvo lugar su "creación", como algunos dicen erróneamente.
Israel existía desde la antigüedad, fue un país que consolidó su propia lengua, escribió los libros de la Biblia (y muchos más que se perdieron o no ingresaron al canon oficial), produjo jueces, reyes y profetas, cuyos nombres se siguen reproduciendo hasta el presente en todo el mundo y estableció el arduo monoteísmo ético que comparten ahora tres grandes religiones.
Pese a las reiteradas destrucciones que padecieron a manos de los asirios, babilonios, helenos y romanos, con expulsiones sin piedad, nunca dejaron de vivir judíos en la llamada Tierra Santa.
Hace 2500 años, llorando junto a ríos ajenos, exiliados judíos colgaron sus arpas de los sauces y proclamaron su conmovedor juramento en un Salmo: "Si me olvidara de ti, oh Jerusalén, que mi lengua se pegue al paladar y se paralice mi diestra".
Durante centurias la ceremonia de la Pascua judía reitera el ansia de estar allí el año próximo. Ese anhelo empujó peregrinos de todas las generaciones.
Uno de ellos, el poeta toledano Iehuda Haleví -uno de los primeros autores del incipiente castellano-, realizó un viaje novelesco a Tierra Santa y fue asesinado junto al desmoronado Templo de Salomón.
También peregrinó Maimónides, a quien el sultán Saladino propuso como jefe de la comunidad judía asentada en el norte de ese territorio.
La historia es demasiado larga y trágica para condensarla en un artículo. Baste recordar que, hace dos siglos, la nunca extinguida llama de reconstruir el viejo hogar nacional cobró renovado ímpetu gracias a la Ilustración.
A fines del siglo XIX, ya había establecimientos agrícolas, escuelas y una milagrosa resurrección del idioma hebreo en un territorio casi vacío y muy erosionado -como testimonian viajeros de la época, entre los cuales figuran Mark Twain, Montefiore y Pierre Loti-.
En 1897, se establecieron las bases de un movimiento nacional organizado, que adoptó el nombre de "sionismo". Recién una década después, siguiendo ese ejemplo, cristianos de Siria fundaron el movimiento nacional árabe.
Todos pretendían liberarse del arcaico dominio otomano. Durante la Primera Guerra Mundial, Gran Bretaña consiguió un parcial apoyo árabe mediante las acciones del mítico Lawrence de Arabia.
Pero los judíos del entonces llamado Vilayato de Jerusalén o Siria Meridional no necesitaron impulsos ajenos para liberar el país. Ya habían fundado kibutzim , erigido la ciudad de Tel Aviv sobre dunas de arena, abierto caminos, edificado aldeas y formado una Legión, que facilitó el ingreso del general Allenby en Palestina (nombre recién acuñado por el emperador Adriano en el siglo II, para humillar las obstinadas reivindicaciones judías, porque deriva de Philistina, tierra de los filisteos).
Los restos del vencido imperio otomano aguzaron los colmillos de las potencias coloniales. Francia se quedó con Siria y el Líbano. Gran Bretaña con el resto del Medio Oriente porque, entre otras cosas, había reconocido el derecho del pueblo judío a reconstruir su Hogar Nacional en 1917, mucho antes de terminar la conflagración.
Esto determinó que la primera organización multilateral de la historia moderna, llamada Liga de las Naciones, le otorgara el mandato sobre Palestina. Pero rápido puso en marcha su traición. En 1922, Londres amputó dos tercios del territorio original al crear el reino de Transjordania, donde prohibió el ingreso de judíos.
Estableció el vergonzoso antecedente de países árabes judenfrei ("libre" de judíos) mucho antes que Hitler. Después, saboteó el crecimiento de la activa comunidad judía en la parte occidental del Jordán, para evitar su independencia.
Hoy brindo con entusiasmo por el moderno Estado de Israel, porque es el resultado de una lucha desigual y un esfuerzo creativo de dimensión prometeica.
Nada le fue regalado. Las tropas británicas permitieron que bandas armadas diezmasen poblaciones pacíficas, como las de Hebrón. Tampoco impidió ataques a las aldeas y los kibutzim ni que atentaran contra las sinagogas.
El jefe de estas bandas era el Mufti de Jerusalén, quien visitó y se fotografió con Hitler en Berlín, con Ante Pavelic en Zagreb, y les prometió completar la "solución final" en Medio Oriente, según abundantes documentos de la época.
Pese a ello, mucho antes de proclamar su independencia, los judíos siguieron adelante: el ideal de la independencia sería el fruto de la construcción, no de la guerra. ¡Querían ser Atenas, no Esparta! Fundaron la Universidad de Jerusalén, que saludaron con júbilo Einstein y Freud.
Crearon el primer Instituto de Investigaciones Científicas del Medio Oriente en Rehovot. Levantaron el primer centro tecnológico en Haifa. Conformaron la primera Orquesta Filarmónica del Medio Oriente, inaugurada por la batuta de Arturo Toscanini, quien viajó a Tel Aviv después de humillar a Mussolini.
Abrieron el Habina, primer gran teatro de la región. Ampliaron la red caminera, multiplicaron los establecimientos educativos, incentivaron la agricultura al extremo que durante la década del 30 columnas de sirios y egipcios emigraron a Palestina para disfrutar de un progreso que no se daba en sus países.
Antes de morir, Theodor Herzl, fundador del sionismo político, creó en 1904 un Fondo Nacional para forestar el desierto. Por colinas pedregosas y llanuras yermas se extendieron los olvidados mantos verdes.
Mucho antes de que naciera la conciencia ecologista, los israelíes establecieron la costumbre de plantar árboles en memoria de cada muerto y bosques enteros en homenaje a los benefactores de la humanidad. Donde había predominado la aridez, nacía la abundancia.
Otra vez "la leche y la miel", como proclamaban las Escrituras. El anhelo emancipatorio judío fue al principio saludado hasta por líderes árabes como el rey Feisal de Irak.
Pero la potencia mandataria se ocupó de bloquear ese cometido y azuzar los enfrentamientos. Desarmaba a los judíos mientras engrosaba un gran ejército transjordano comandado por un oficial inglés cuyo seudónimo árabe era Glubb Pashá. Ni siquiera la Segunda Guerra Mundial modificó esa conducta.
El gobierno británico, pese a contar con la irrestricta colaboración judía en contra del Eje, siguió impidiendo que los perseguidos europeos ingresaran en su colonia mesoriental.
No lo conmovía la política racista de Hitler (era "un asunto interno de Alemania"). En 1940, llegó a la bahía de Haifa el destartalado barco Patria, con 1700 prófugos del nazismo.
Terminó hundido frente a la costa y murieron 250 refugiados. En 1942, el buque Struma fue relanzado al mar abierto por la potencia mandataria y naufragó en el mar Negro, donde se ahogaron 770 personas.
Un destino parecido tuvieron el barco Exodus y otras numerosas cáscaras de nuez, una de las cuales fue fletada desde Estambul por el cardenal Roncalli, futuro papa Juan XXIII. Por lo tanto, mienten -consciente o inconscientemente- quienes afirman que el Holocausto "creó" al Estado de Israel.
El Holocausto no fue tenido en cuenta ni antes ni durante las luchas por su independencia. Terminada la Guerra Mundial, no existió clemencia para con los sobrevivientes del exterminio.
Todos los puertos del mundo siguieron cerrados para la "lacra" judía, incluso los de Estados Unidos. En especial los del futuro Estado de Israel dominado por Gran Bretaña.
La comunidad israelí, ante semejante crueldad, incentivó sus ataques contra el ocupante, que tenía apostados 100.000 soldados y contaba con el apoyo de los árabes, a los que comprometió creando, en 1945, la pro británica Liga Arabe.
Cuando su situación se tornó insostenible, llevó el problema a las Naciones Unidas. Allí Stalin decidió terminar con el imperio británico, que se extendía por un cuarto del planeta, al dar un inesperado giro a su tradicional política antisemita: apoyó las aspiraciones emancipadoras del sionismo.
Se creó entonces una Comisión que propuso la más sabia de las soluciones: crear en Palestina dos Estados independientes: uno árabe y otro judío.
Las fronteras correspondían a una estricta evaluación demográfica que evitaba cualquier desplazamiento: donde vivían judíos existirá el Estado judío; donde árabes, el Estado árabe.
Además, tuvo el genio de proponer la integración económica de ambos futuros países, que se adelantaba en décadas a la actual Unión Europea.
Ese proyecto fue votado en la Asamblea General del 29 de noviembre de 1947, presidida por el brasileño Oswaldo Aranha. Fue aprobado por más de los dos tercios de sus miembros. Los judíos se quedaban sin casi ningún sitio bíblico, pero aceptaron la resolución. Los delegados árabes prometieron violarla.
No hubo una reacción del organismo internacional ante semejante insolencia, reacción que hubiera impedido la catástrofe que se venía.
Las Naciones Unidas demostraron, a poco de nacer, su terrible impotencia. Azzam Pashá, secretario general de la Liga Arabe, aseguró que el mínimo brote de un Estado judío desencadenará "una matanza que superará las de Gengis Khan".
Nadie quiso vender armas a los judíos, porque ¿quién las pagaría luego de su irrefutable exterminio? No poseían un solo avión ni un solo tanque: sólo uñas, dientes y la certeza de resistir o morir.
El Mufti prometió ahogarlos en el mar. Gran Bretaña, para no dar tiempo a que consiguieran ayuda, adelantó su partida para mayo en lugar de agosto. Pero apenas arrió su bandera, David Ben Gurión convocó al espectro político del flamante Estado de Israel y proclamó su independencia, al ofrecer la paz a sus vecinos.
Fue un salto temerario y heroico. La gente salió a bailar en las calles. Mientras, seis ejércitos invadieron el país, decididos a matar. No era el fin de la epopeya, sino uno de sus capítulos más dolorosos y sangrientos.
Israel ya existía: sólo levantó el telón para incorporarse al firmamento de las naciones soberanas del mundo. Y -como escribió Borges- ya estaba "hermoso como un león al mediodía".
Por Marcos Aguinis
Para LA NACION
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