domingo, 5 de julio de 2009

La actualidad de Sarmiento

Sombra terrible de Facundo, voy a invocarte..."
(Facundo. Civilización y barbarie en las pampas argentinas, Domingo Faustino Sarmiento, 1845.)


A las 10.30, del 21 de septiembre de 1888, la torpedera Maipú se aproximó, hasta donde lo aceptaban las aguas convulsas del Plata, al muelle de pasajeros de Buenos Aires. Llegaba -consignó La Prensa Argentina , la hoja de los diarios de la ciudad que al día siguiente se aunaron en una edición compartida- trayendo a media asta, "en el palo de mesana, las banderas de la Argentina, de Paraguay y de Chile, y embicada la verga, en señal de duelo".
En la torpedera Maipú venían los restos mortales de Domingo Faustino Sarmiento, cubiertos por aquellas tres banderas y también por la uruguaya. Habían partido días antes desde Asunción y recibido homenajes en Formosa, Corrientes, Paraná, Rosario y San Nicolás, en el largo itinerario por el río Paraná.
En el muelle de Buenos Aires esperaban el presidente Juárez Celman y los ministros; los senadores, los diputados, los jueces y, derramándose hasta donde alcanzaba la vista, por el Paseo de Julio y las calles adyacentes, en balcones y terrazas, el pueblo, congregado en todas sus clases bajo la lluvia intensa. Llegaba "el más argentino de los argentinos" y a quien, al habérselo combatido, "se combatía a la nación en bloque", observó Ezequiel Martínez Estrada medio siglo después.
Más de cien mil personas en el recibimiento acongojado de Buenos Aires, constataron los cronistas de La Prensa Argentina . En la nota necrológica, LA NACION había observado, como rasgo sobresaliente en Sarmiento, la renuencia a los halagos de la popularidad, pues "creía que los pueblos tenían más para ganar con la verdad, por dura que sea, que con la indulgencia para señalarles vicios o deficiencias".
He ahí la primera lección. ¿Cuántos ciudadanos, en actos de auténtico servicio, estarían dispuestos a decir lo que la gente no quiere oír? ¿Cuántos más a liberarse de la servidumbre de encuestas de opinión antes de expresar libremente el pensamiento sobre temas conflictivos de interés público?
Sarmiento no había sido educado para la mentira ni para ocultar pensamientos. "Es libre -declaró- sólo aquel que puede decir siempre la verdad." Desconocía el temor y también, es cierto, los frenos en la erupción volcánica del temperamento. Desconocía, incluso, las inconveniencias y mortificaciones del ridículo, en la voluntad de trasuntar hasta por el atavío criterios de modernidad. Así lo registran los relatos sobre su presentación como boletinero de la Campaña del Ejército Grande, que derrotó en Caseros a Rosas: con levita abotonada, quepis francés y silla de montar inglesa, entre las risas y la sorna de la paisanada asombrada, cubierta con chiripá.
Llegaba a Buenos Aires para el descanso, que había rehusado en una vida desentendida de los secretos del sosiego. Ahora, por primera vez en mucho tiempo, a su alrededor, sólo la gravedad del silencio. Ni un denuesto para quien había sido "el Loco", cuando imperaban la incomprensión y las emociones exacerbadas hasta el odio. Había sido objeto de la ira ajena, y atizado la propia en el recurso desesperado de quien se obstinaba por alcanzar con urgencias el progreso social.
Cómo olvidar ese rugido con el que abrió Civilización y barbarie . Cómo olvidar la primera línea de aquel ensayo sobre el caudillo, el escenario inmediato que lo circunda y el país: "¡Sombra terrible de Facundo, voy a invocarte...!".
Civilización y barbarie fue en libro, después de haberlo sido en folletín en El Progreso , de Chile, el examen de la astucia, fiereza y compenetración con el medio de Juan Facundo Quiroga, y, por él, de todos los que a su modo habían seducido a miles y miles de hombres y envilecido la libertad de otros. En la posdata de 1974 a su prólogo de Recuerdos de provincia , Borges escribió que, si en lugar de canonizar el Martín Fierro hubiéramos canonizado el Facundo otra "y mejor hubiera sido nuestra historia". Tenía entre ceja y ceja al Viejo Vizcacha, que ha dejado su prole en la política criolla.
Las 10.30 del 21 de septiembre de 1888. Esa mañana, sólo la unción respetuosa de la multitud ante los honores fúnebres. La misma gratitud colectiva que se ha prolongado hasta la actualidad, pero acentuada, pese a contradicciones llamativas. Suerte de acuerdo tácito que apenas unos pocos temerarios se atreverían a quebrantar al cabo de las controversias inacabables entre liberales y nacionalistas, en extensos períodos del siglo XX.
¿Cómo interpretaría Sarmiento la calidad con la cual se inserta su nombre en el espíritu colectivo de estos días? No es de descartar que, habiendo sido tan resuelto en proclamar la superioridad de la obra que dejó, experimentara un estado de perplejidad sobre lo que quieren al fin los argentinos.
¡Sarmiento perplejo, se dan cuenta! Le sería arduo de entender, acaso, que en empinadas testas que deciden o gravitan se superpongan a sus libros otros que fomentan todo aquello que él había combatido: el rencor hacia las sociedades que gratifican el ejercicio de la responsabilidad individual, el desdén por el mundo exitoso, el desacuerdo entre convocar al capital extranjero y el hostigamiento simultáneo para ahuyentarlo
Impresiona la magnitud de lo que Sarmiento hizo por la educación popular, como un compromiso en la acción con el más democrático de los principios, el de la igualdad de oportunidades, pero también por el impulso que dio a la conciencia agraria nacional. LA NACION de estos días ha comentado que esa conciencia pasa por una etapa de esplendor y de ejemplo para el resto de las actividades del país.
Impresiona lo que Sarmiento realizó como introductor de las ciencias y de científicos -de Carlos Germán Burmeister a Benjamín Gould- y como impulsor de artes y de variados conocimientos útiles: el dibujo, el teatro, la observación astronómica. Como artífice del profesionalismo y la modernización del Ejército y de la Armada, con la creación del Colegio Militar y de la Escuela Naval y la conformación de la flota de guerra, de la que se carecía al llegar él a la presidencia. Como impulsor de la inmigración, con la que el país despegó del atraso y la ignorancia aupado en un crisol de razas.
La naturaleza, bravía, se había movilizado aquel 21 de septiembre de 1888. Un escenógrafo con patético realismo hubiera concebido esas mismas aguas tempestuosas del río y la misma lluvia persistente sobre la ciudad, para un día de consternación popular. Era el teatro apropiado para la recepción luctuosa de quien había sentido el patriotismo, según sus propias palabras, "con verdadera pasión, con todo el desenfreno y el extravío de otras pasiones".
Los restos del general Sarmiento debieron ser transferidos primero a una falúa, para poder luego bajarlos a tierra. Mientras las tropas que rendían honores se apostaban a lo largo del Paseo de Julio, hoy Leandro Alem, se adelantó en el muelle para hablar el ministro del Interior, Eduardo Wilde. Dijo que la ambición de Sarmiento había sido "el orden, su fantasma la anarquía y su intensa preocupación librar a los argentinos de caudillos y demagogos, para los que no tuvo piedad ni perdón". Luego llegó el turno del vicepresidente de la Nación, Carlos Pellegrini, que habló en nombre del Senado.
Pellegrini anotició a la posteridad sobre cómo se evaluaba, antes de haberse cumplido un siglo de la Revolución de Mayo, el desempeño de los principales arquitectos de la nacionalidad. Consideró que si Sarmiento hubiera nacido en el siglo XVIII, habría descollado igual a como lo haría más adelante. Habría estado, insistió Pellegrini, por "arriba de Moreno, al lado de Rivadavia".
El orador hizo después la comparación que ha llegado a nuestros días: atribuyó a Sarmiento haber dispuesto de las alas de un cóndor para haber volado tan alto y haberse atrevido a tanto. Martínez Estrada diría más tarde que quien procuraba enseñar, en medio de la anarquía y el desorden, por qué Francia, el Reino Unido y los Estados Unidos de América eran lo que eran, había opuesto nada menos que "la guerra a la guerra, el libro a la tacuara, la imprenta a la montonera ".
Detengámonos en ese punto. ¿Seguiría Sarmiento aferrado al señalamiento de aquellos ejemplos elocuentes de la vanguardia del progreso? ¿O invitaría, en cambio, a tomar en cuenta lo que hay de más nuevo: Irlanda, que hace veinte años no era nada en relación con el presente, o Nueva Zelanda o la India o China o Chile, a fin de oponer modernos arquetipos de evolución a los penosos casos de una América latina distanciada de los ejes del mundo y de la historia?
Sarmiento había nacido en San Juan, en 1811. Salvo la revolución, estaba todo por hacerse. Algún día iba a escribir que la sociedad argentina había comenzado a organizarse, en realidad, hacia 1820, según ideas de las que estaba impregnada por inspiración de Martín Rodríguez, Las Heras y Rivadavia. Y explicaría cuál era, en rigor, la materia de aquella inspiración, que después ha sido necesario invocar con la fuerza de un programa renovado de gobierno: " seguridad individual, respeto de la propiedad, responsabilidad de la autoridad, equilibrio de los poderes, educación pública ".
Esta última fue su más rotunda obsesión. A los 15 años ya estaba en San Francisco del Monte, San Luis, al frente de su primera escuela. Todavía en 1868 -año en que asumió la presidencia de la Nación después de haber sido militar, concejal, legislador provincial, ministro, constituyente, gobernador, y cumplido misiones diplomáticas en Chile, Perú y los Estados Unidos- el setenta por ciento de la población del país ignoraba cómo leer y escribir.
Se debe a su persistencia la fundación de más de ochocientas escuelas. La apertura de instituciones de la trascendencia de la primera escuela normal de América latina, en Chile, por dos veces asiento de las tristezas del destierro. Las escuelas normales de Paraná y Concepción del Uruguay y, entre otros colegios nacionales, los de Santiago del Estero y Corrientes. El Observatorio Astronómico y la Facultad de Ciencias de Córdoba, el Boletín Oficial, las bibliotecas populares que prodigó al país.
Fue honrado con un doctorado honoris causa por la Universidad de Michigan, y de su amistad con los educadores Horacio Mann y su esposa, Mary Mann, derivó que vinieran al país unos setenta pedagogos norteamericanos por él contratados. Todos ellos pensaban, como los Mann, que "la educación es nuestra única solución política", que, fuera de ella, "todo es diluvio".
¿Hará falta añadir que soñó con los jardines que pueblan Palermo, porque soñó con grandes espacios que sirvieran no sólo para la recreación sino para la confraternidad de todas las clases sociales? ¿O que no cejó en la extensión del ferrocarril y en la difusión del telégrafo y del alambrado, como medios indispensables para enhebrar y enriquecer los impulsos del crecimiento nacional?
Fue Sarmiento quien facilitó que las mujeres argentinas entraran en la modernidad. "La civilización -decía- se detiene a las puertas del hogar doméstico, cuando ellas no están preparadas para recibirla." En declaraciones de 1870, que constituyen un reflejo contrariado de costumbres sociales y del protocolo convencional imperante, Sarmiento se queja del debate originado por haber llevado a la familia en el carruaje presidencial. "En las recepciones y reuniones públicas -brama- están excluidas las mujeres, y pareciera familiaridad indecorosa si en banquetes oficiales una señora ocupase la derecha de cada caballero, sea ministro, juez o notable."
Llevado más por la pasión que por las razones, olvidaba a veces que la acción pública tiene reglas precisas que seguir. Y se lo hacían notar, como ocurrió con las contradicciones que Alberdi se especializó en enrostrarle. Natalio Botana, en su breve pero excelente Sarmiento , recuerda, sin embargo, que por largo tiempo, y hasta el fin de sus días, propugnó el establecimiento del sistema electoral de comicios uninominales por circunscripciones. Habrá que repasar sus fundamentos cuando se encare las muchas veces anunciada y postergada reforma política nacional.
Al cabo de sesenta años entregados al bien público, Sarmiento había terminado por habituar a la Argentina a la reciedumbre de su genio, de sus arengas y artículos periodísticos, a la de esa pluma también fresca por la espontaneidad y presente en una obra ordenada en más de cincuenta tomos. Recuerdos de provincia , Argirópolis -un proyecto de organización política para el país y la región-, Conflictos y armonía de las razas en América , Educación popular , Viajes por Europa, Africa y América , la serie de estudios biográficos: Aldao , Lincoln , Dominguito , el hijo cuya muerte en la guerra del Paraguay le había partido el alma.
Aquel varón de rasgos y hombros cargados, de cabeza grande y cuerpo sólido, sensible a las ternuras de la intimidad y hosco para el trato público; aquel hombre desentendido del acopio personal de riquezas materiales y sin el don de la elegancia, acaso porque todos los dones habían sido concentrados en la construcción suprema del intelecto, había vivido en un tiempo igualmente extraordinario del país. Tantas calidades reunidas invitan a pensar que cualquier comparación de él y su época con la posteridad pueda ser impugnada de arbitraria, por inmisericorde, más cuando se sabe que la memoria se empeña de ordinario en embellecer el pasado, no en estropearlo.
Dejémoslo, pues, donde está, en su descanso en la Recoleta, adonde el féretro llegó sobre un carruaje arrastrado por doce corceles azabaches y rodeado de la multitud en la que sobresalían los estudiantes, en la tarde del 21 de septiembre de 1888. Dejémoslo allí, pero sin buscar entre los muertos, como advirtió LA NACION parafraseando a Mitre al hablar de Rivadavia, "al que vive entre nosotros y vivirá siempre entre nuestros hijos, mientras latan corazones argentinos, mientras en esta tierra se rinda culto a la inteligencia, al patriotismo y a la virtud".
Vive, en efecto, Sarmiento, en hombres y mujeres de las más diversas condiciones sociales. Vive en todos aquellos dispuestos a superar con esfuerzo y solidaridad las dificultades que se interponen en el camino compartido de la nacionalidad. Vive entre quienes saben que, para la reafirmación institucional impostergable, se requiere el diálogo, la reflexión introspectiva y "una antorcha tranquila para ver en su verdadera luz los hechos y penetrar en la corteza que los envuelve, hasta sus causas remotas y recónditas". Así escribió en Conflicto y armonías de las razas en América y así lo recordó Adelmo Montenegro, en el centenario del nacimiento, para contraponer el lugar que había hecho, al final de su obra, al espíritu de conciliación respecto de los años de mayor beligerancia.
Vive Sarmiento entre quienes, cuando por alguna razón decae la esperanza, acuden a la inagotable fuente de sus ideas y de su obra y se encuentran así, sin ir más lejos, con aquella confesión que hizo también en el tramo último, los de la banca por San Juan en el Senado (1874), los del breve Ministerio del Interior en la presidencia de Avellaneda (1879), los de la Superintendencia General de Escuelas (1881): "La pureza de los administradores públicos ha sido la tradición nacional. ¿Cómo se les iba a ocurrir a los unitarios, a Mitre, a Valentín Alsina, así a ninguno de nosotros lo que no se le había ocurrido a Rosas en veinte años de gobierno irresponsable?

Por José Claudio Escribano

De la Redacción de LA NACION

21 de septiembre de 2007

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