El conejo de Ushuaia
En un diario acabo de leer que, «tras largos meses de intentos
fallidos y de diversas expediciones, un grupo de científicos argentinos
logró dar caza a un ejemplar del “conejo de Ushuaia”, especie que se daba
por extinguida desde hacía más de un siglo. Los científicos, encabezados
por el Dr. Adrián Bertoni, lograron capturar un ejemplar en uno de los
bosques que rodean aquella ciudad patagónica...».
Como prefiero lo específico a
lo genérico y lo preciso a lo evanescente, yo habría dicho «en el bosque
tal y tal que se encuentra en tal sitio con respecto a la capital fueguina».
Pero no debemos pedir peras al olmo ni inteligencia alguna a los periodistas.
El doctor «Adrián Bertoni» soy yo, y por supuesto tuvieron que escribir
de manera equivocada mi nombre y mi apellido: me llamo exactamente
Andrés Bertoldi, y, en efecto, soy doctor en Ciencias Naturales, con
especialización en Zoología y Fauna Extinguida o en Peligro de Extinción.
El conejo de Ushuaia no es, a
pesar de todo, un lagomorfo y, mucho menos, un lepórido, y tampoco es
cierto que su hábitat sean los bosques de Tierra del Fuego; más aún, ni siquiera
un solo individuo ha vivido nunca en la Isla de los Estados. El ejemplar
que yo capturé —yo, yo solo, sin ningún equipo ni ayuda de nadie— apareció
en la ciudad de Buenos Aires, junto al terraplén del Ferrocarril San Martín
que corre paralelo a la avenida Juan B. Justo, a la altura de la calle
Soler, en Palermo.
Yo no estaba buscando al conejo
de Ushuaia, sino que tenía otras preocupaciones y caminaba un poco cabizbajo.
Me dirigía, bajo el calor de noviembre y por la vereda de Juan B. Justo,
hacia la avenida Santa Fe, a un banco donde debería realizar trámites
molestos y hasta inquietantes. Entre el terraplén y la vereda hay una
verja de alambre tejido sobre una base de mampostería; entre la verja y
la base del terraplén estaba el conejo de Ushuaia.
Lo reconocí al instante —¿cómo
no iba a reconocerlo?—, pero me llamó la atención verlo tan quieto, pues
es animal movedizo y saltarín. Pensé que tal vez estuviera herido.
Sea como fuere, me alejé unos metros
de donde se hallaba el conejo de Ushuaia, escalé la verja y bajé con sigilo
junto al terraplén. Caminé con pasos cautelosos, temiendo a cada instante
que el conejo de Ushuaia huyese espantado, y, en ese caso, ¿quién podría
alcanzarlo? Es uno de los animales más veloces de la creación y, aunque
de modo absoluto el guepardo es más rápido que él, no lo es en términos
relativos.
El conejo de Ushuaia giró la cabeza
y me miró. Pero, contra lo que yo imaginaba, no sólo no huyó sino que quedó
inmóvil, con la única excepción del airón plateado, que se agitaba,
como desafiándome.
Me quité la camisa y quedé con el
torso desnudo.
—Tranquilo, tranquilo, tranquilito...
—iba diciendo.
Cuando estuve a su lado, desplegué
con lentitud la camisa, como si fuera una red, y, de repente, en un solo
movimiento brusco, cubrí con ella al conejo de Ushuaia, envolviéndolo
por abajo y formando un paquete de regulares proporciones. Con las
mangas y los faldones practiqué un fuerte nudo, que me permitió sostener
el envoltorio con sólo mi mano derecha, mientras la izquierda me quedó
libre para ayudarme a escalar de nuevo la verja y volver a la vereda.
Desde luego, no podía presentarme
en el banco con el torso desnudo ni con el conejo de Ushuaia. De manera
que me dirigí a casa; resido en un octavo piso de la calle Nicaragua,
entre Carranza y Bonpland. En una ferretería adquirí una jaula para pájaros,
de tamaño más bien grande.
El portero estaba lavando la
vereda de nuestro edificio. Al verme con el pecho descubierto, con una
jaula en la mano izquierda y un envoltorio blanco, que se agitaba, en
la mano derecha, me miró con más asombro que reprobación.
Mi mala suerte quiso que, al entrar
en el ascensor, me siguiera una vecina que traía de la calle a su perrito,
un animal feo y antipático que, al captar el olor —más allá de la percepción
del ser humano— del conejo de Ushuaia, rompió a ladrar ensordecedoramente.
En el octavo piso pude librarme de aquella mujer y de su estentórea pesadilla.
Cerré la puerta del departamento
con llave, preparé la jaula y, con infinito cuidado, empecé a desenvolver
la camisa, tratando de no irritar, y mucho menos de herir, al conejo de
Ushuaia. Sin embargo, el encierro lo había hecho enojar y, al liberarlo
del todo, no pude impedir que me clavara en el brazo un aguijón. Tuve la
suficiente presencia de ánimo para que el dolor no me hiciera soltarlo
y logré, por fin, ponerlo a buen recaudo dentro de la jaula.
En el cuarto de baño me lavé la herida
con agua y jabón, y, en seguida, con alcohol medicinal. Luego me pareció
que lo más sensato era llegarme a la farmacia y hacerme aplicar el
suero antitetánico, y eso fue lo que hice sin dudar.
Desde la farmacia me fui directamente
al banco para concluir el maldito trámite que había quedado postergado
por culpa del conejo de Ushuaia. En el camino de regreso adquirí víveres.
Puesto que, durante el día, carece
de aparato masticador, consideré lo más práctico cortar el bofe en
pequeños trozos y mezclarlo con leche y garbanzos; revolví todo con
una cuchara de madera. Tras olfatear la combinación, el conejo de Ushuaia
la absorbió, sin dificultad pero con mucha lentitud.
A la caída del sol empieza su proceso
de dilatación. Trasladé entonces los pocos muebles del living —dos
sillones simples, uno de dos cuerpos y una mesita ratona— al comedor,
apoyándolos casi contra la mesa grande y las sillas.
Antes de que no cupiera por la
puertecita, lo hice salir de la jaula y, ya libre y cómodo, creció lo suficiente.
En este nuevo estado había perdido por completo la agresividad, y se
mostraba abúlico y perezoso. Cuando le vi brotar las escamas violetas
—indicios de somnolencia—, me metí en mi dormitorio, me acosté y di
por terminado ese día.
A la mañana siguiente, el conejo
de Ushuaia había regresado a la jaula. En vista de esa docilidad, no me
pareció necesario cerrarle la puertecita: que él decidiera cuándo
permanecer dentro o fuera de su prisión.
El instinto del conejo de Ushuaia
es infalible. Desde ese primer día, y al anochecer, se habituó a dejar
la jaula y a extenderse, a modo de un flan de cierta consistencia, por
el suelo del living.
Según se sabe, evacua sus heces las
medianoches de los días impares. Si uno coloca (por ánimo de jugar,
claro está) esos pequeños poliedros metálicos y verdes en una bolsa, y
los agita, suenan de una manera muy simpática, con algo de ritmo caribeño.
En realidad, poco tengo en común
con Vanesa Gonçalves, mi novia. Es bastante diferente de mí. En lugar de
admirar las tantas cualidades positivas del conejo de Ushuaia, le
pareció que lo mejor era desollarlo para hacerse confeccionar un tapado
de piel. Eso puede practicarse de noche, cuando el animal está dilatado
y la superficie de su piel es lo bastante extensa para que las crestas
cartilaginosas se desplacen hasta los bordes y no dificulten las tareas
de incisión y corte. No quise ayudarla en la operación; Vanesa, sin
otros instrumentos que una tijera de sastre, despojó al conejo de Ushuaia
de toda la piel del lomo, la llevó a la bañadera y, bajo el agua de la canilla
y con detergente, cepillo y lavandina, eliminó por completo los restos
de ámbar y bilis que la cubrían. Luego la secó con una toalla, la plegó, la
guardó en una bolsa de plástico y, muy contenta, se la llevó a su casa.
Esa piel no necesita más de ocho
o diez horas para regenerarse por completo. Vanesa imaginó un gran negocio:
desollar cada noche al conejo de Ushuaia y vender sus pieles. No se lo
permití; no quería convertir un hallazgo científico de tanta importancia
en algo groseramente mercantil.
Sin embargo, una entidad ecologista
denunció el hecho, y en los diarios se publicó una solicitada en la
que se acusaba a «Valeria González» —y, lateralmente, también a mí—
de ejercer crueldad hacia los animales.
Tal como yo sabía que iba a ocurrir,
la llegada del otoño restituyó al conejo de Ushuaia su lenguaje telepático
y, aunque su mundo cultural es limitado, pudimos tener agradables conversaciones
y hasta establecer una especie de, ¿cómo diré?, de código de convivencia.
Me dijo que Vanesa no le caía simpática,
y yo comprendí perfectamente sus calladas razones: le pedí a mi novia
que no viniera más a casa.
Tal vez por gratitud, el conejo
de Ushuaia perfeccionó un modo de no dilatarse tanto por las noches, de
manera que pude traer de regreso al living todos los muebles.
Duerme sobre el sillón de dos cuerpos y defeca sus poliedros metálicos
sobre la alfombra. Nunca fue de excesivo comer y, en esto, como en todo lo
demás, su conducta es mesurada y digna de elogio y de respeto.
Su delicadeza y su eficacia
llegaron al extremo de preguntarme cuál sería, para mí, su tamaño
diurno más cómodo. Le dije que habría preferido el de la cucaracha,
pero advertí que esa misma pequeñez volvía al conejo de Ushuaia peligrosamente
imperceptible, con el consiguiente riesgo de herirlo (ya que no de matarlo).
Tras algunos ensayos, llegamos
a la conclusión de que, durante las noches, el conejo de Ushuaia continuaría
dilatándose hasta adquirir el tamaño de un perro muy grande o de un
leopardo. Durante el día, lo ideal consistía en las proporciones de un
gato mediano.
Esto me permite, mientras miro televisión,
por ejemplo, tener al conejo de Ushuaia en mis rodillas y acariciarlo
distraídamente. Hemos forjado una sólida amistad y, a veces, con sólo
nuestras miradas nos entendemos. No obstante, durante los meses fríos
se mantienen vigentes sus facultades telepáticas, que desaparecerán
apenas lleguen los primeros calores.
Ya estamos en agosto. El conejo
de Ushuaia sabe que, desde septiembre hasta febrero o marzo, no podrá formularme
preguntas ni plantear sugerencias ni recibir mis consejos o felicitaciones.
En los últimos tiempos ha caído
en una especie de manía repetitiva. Me dice —como si yo no lo supiera—
que él es el único ejemplar sobreviviente de conejo de Ushuaia en todo
el mundo. Sabe que no tiene la menor posibilidad de reproducirse, pero
—aunque se lo pregunté muchas veces— jamás me dijo si esto le preocupa o
lo deja indiferente.
Además de estas afirmaciones, me
pregunta —todos los días y varias veces al día— si vale la pena seguir viviendo,
así, solo en el mundo, en mi compañía pero sin congéneres. No tiene manera
de morir por su propia voluntad, y yo no tengo manera —y, aunque la tuviera,
jamás lo haría— de matar a un animal tan dulce y afectuoso.
Por
estas razones, mientras perduran los últimos fríos del año, converso
con el conejo de Ushuaia y continúo acariciándolo distraídamente.
Cuando llegue el calor de septiembre, sólo podré limitarme a acariciarlo.
En defensa propia / El rigor de las desdichas,
Buenos Aires, Los Cuadernos de Odiseo, 2005.
B) Novela
Sanitarios centenarios,
Buenos Aires, Editorial Plus Ultra, 1979;
reedición (muy reelaborada),
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2000.
Sanitarios centenarios, Barcelona,
Carena, 2008.
C) Nouvelle
Crónica costumbrista,
Buenos Aires, Ediciones Pluma Alta, 1992.
Reeditada con el título de Costumbres de los muertos,
Buenos Aires, Ediciones Colihue, 1996.
D) Literatura para niños
y/o adolescentes
Cuentos del Mentiroso,
Buenos Aires, Editorial Plus Ultra, 1978
(Faja de Honor de la S.A.D.E.
[Sociedad Argentina de Escritores]);
reedición (con modificaciones),
Buenos Aires, Grupo Editorial Norma, 2002.
FERNANDO
SORRENTINO
OBRA
NARRATIVA
|
A) Libros de Cuentos |
La regresión zoológica,
Buenos Aires, Editores Dos, 1969.
Buenos Aires, Editores Dos, 1969.
Imperios y servidumbres,
Barcelona, Editorial Seix Barral, 1972;
Barcelona, Editorial Seix Barral, 1972;
reedición, Buenos Aires,
Torres Agüero Editor,
1992.
El mejor de los mundos
posibles,
Buenos Aires,
Editorial Plus Ultra, 1976
Buenos Aires,
Editorial Plus Ultra, 1976
(2° Premio Municipal de
Literatura).
En defensa propia,
Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1982.
Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1982.
El remedio para el rey ciego,
Buenos Aires, Editorial Plus Ultra, 1984.
Buenos Aires, Editorial Plus Ultra, 1984.
El rigor de las desdichas,
Buenos Aires, Ediciones del Dock, 1994
Buenos Aires, Ediciones del Dock, 1994
(2° Premio Municipal de
Literatura).
La Corrección de los Corderos,
y otros cuentos improbables,
Buenos Aires, Editorial Abismo, 2002.
Buenos Aires, Editorial Abismo, 2002.
Existe un hombre que
tiene la
costumbre de pegarme con un
paraguas en la cabeza,
Barcelona, Carena, 2005.
Barcelona, Carena, 2005.
El regreso. Y otros cuentos inquietantes,
Buenos Aires, Estrada, 2005.
Buenos Aires, Estrada, 2005.
En defensa propia / El rigor de las desdichas,
Buenos Aires, Los Cuadernos de Odiseo, 2005.
Costumbres del alcaucil, Buenos Aires,
Sudamericana, 2008.
El centro de la telaraña, Buenos Aires,
Longseller, 2008.
Longseller, 2008.
El crimen de san Alberto, Buenos Aires,
Losada, 2008.
Losada, 2008.
B) Novela
Sanitarios centenarios,
Buenos Aires, Editorial Plus Ultra, 1979;
reedición (muy reelaborada),
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2000.
Sanitarios centenarios, Barcelona,
Carena, 2008.
C) Nouvelle
Crónica costumbrista,
Buenos Aires, Ediciones Pluma Alta, 1992.
Reeditada con el título de Costumbres de los muertos,
Buenos Aires, Ediciones Colihue, 1996.
D) Literatura para niños
y/o adolescentes
Cuentos del Mentiroso,
Buenos Aires, Editorial Plus Ultra, 1978
(Faja de Honor de la S.A.D.E.
[Sociedad Argentina de Escritores]);
reedición (con modificaciones),
Buenos Aires, Grupo Editorial Norma, 2002.
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