Félix Prieto
¡Tierra
a la vista! gritó Rodrigo de Triana a las dos de la mañana de un día como hoy,
12 de Octubre pero de 1492. Y con el grito salvaba su vida el Almirante
Cristóbal Colon quien estaba a punto de ser linchado por sus propios
tripulantes que, en su inmensa mayoría, eran asesinos condenados a muerte,
ladrones y delincuentes de todo tipo, sancionados a largas penas de cárcel, que
recibieron el perdón al aceptar unirse a la ambiciosa expedición.
Investidos
de los poderes absolutos que le habían conferido los Reyes Católicos de España
y el Sumo Pontífice de Roma, para hacer y deshacer en los sitios que encontrara
en su camino, navegarían desde el puerto de Palos en sus casi míticas
embarcaciones: La Pinta, La Niña y La Santa María. Tropezando de casualidad, casi
milagrosamente, esa madrugada en las costas de Guanahaní, un pequeño islote del
archipiélago de Las Bahamas. Al que llamaron San Salvador.
Vieron
árboles muy verdes y muchas aguas y frutas de diversos tipos. Además hombres y
mujeres muy jóvenes, ninguno de edad de más de treinta años: muy bien hechos,
de muy hermosos cuerpos, cabellos negros y muy buenas caras. En fin, eran muy
generosos y tenían buena voluntad. Pero el proceso de saqueo no se iba a dar
tan fácilmente. Y para ello, los conquistadores se valieron de la cruz y la
espada.
A
nuestros antepasados se les consideró hombres que no tenían alma, mejor dicho
eran considerados animales. Los españoles les prohibieron, sin ningún derecho,
adorar a sus dioses, entonar sus cantos y ejecutar sus danzas. Les quemaron sus
instrumentos musicales, les embarazaron a sus mujeres, les violaron a sus hijas
y hermanas, esclavizaron a sus hijos, asesinaron a sus padres y abuelos. Y como
si fuera poco nos contagian de fiebre amarilla, viruela, tifus, sarampión y
caries. Les obligaban a cantar villancicos, hablar en castellano y a creer en
otro dios.
El
arzobispo sudafricano Desmond Tutu, pronunció una sentencia para su continente,
que pudiera servir para Nuestra América: “Ellos tenían la Biblia y nosotros
teníamos la tierra. Y nos dijeron: Cierren los ojos y recen. Y cuando abrimos
los ojos, ellos tenían la tierra y nosotros teníamos la Biblia.”
En 150
años se mataron a más de 85 millones de personas. Y en esos primeros años
solamente, se robaron 200 toneladas de oro y 17 mil toneladas de plata. Dinero
que actualmente; está en los bancos más poderosos del mundo y con el que se
condena a las naciones más pobres a través de préstamos impagables. Gracias al
famoso descubrimiento, han desaparecido más de la tercera parte de las selvas,
y las tierras se han empobrecido al extremo de convertirse en desiertos
incultivables, ríos contaminados y una cultura casi desaparecida.
En un
intento por detener este ecocidio y etnocidio, se levantaron pueblos enteros
que dieron a luz a líderes como Túpac Amaru, Cuauhtémoc, Pablo Presbere o
Hatuey, quien fue condenado a la hoguera, castigo reservado a los más viles
criminales. Pero cuando estaba a punto de ser quemado, al ser preguntado si
quería convertirse en cristiano para subir al cielo preguntó: “¿Y esos hombres
blancos también van al cielo?” y al recibir un sí como respuesta, dijo:
“entonces yo no quiero ir a donde esos hombres van.”
Sin
embargo así como la historia recuerda a estos iconos de la libertad y autonomía
de nuestros pueblos, no podemos negar que la inmensa gran mayoría no estamos en
esa historia. De alguna manera nosotros, los latinoamericanos, que hoy 12 de
octubre reflexionamos sobre este día, proyectamos una bastardía histórica que
se refleja en nuestra identidad que por poco no es identidad. Una identidad de
querer ser europeo o yanqui. Se nos quedó impregnada la maldición de Malinche:
el maleficio de brindar al extranjero nuestra fe, nuestra cultura, nuestro pan,
nuestro dinero.
En un
país como Costa Rica, donde el analfabetismo político es el más alto junto con
el de Belice en toda nuestra América Latina, se convierte en tarea fundamental
hacer una lucha desde abajo, una lucha hecha conciencia que nos dé una cohesión
como nación y objetivos claros por los cuales luchar. Una identidad que nos
arranque esta mentalidad de oveja, que nos desaparezca de una vez por toda esa
actitud de endiosar a jefes, políticos, cantantes, marcas y jugadores. Un
sentir que nos permita entender que si bien el poder corrompe, el someterse a
él nos degrada como personas. Que barra con esta lentitud, con la parsimonia,
la indiferencia y el individualismo. Porque solo a partir de diálogos más
horizontales y cada vez menos verticales podremos tener una sociedad más con
todos y de todos, lista para defenderse ante las conquistas económicas,
políticas y culturales del neoliberalismo, de no ser así seguiremos repitiendo
la maldita historia.
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