El único hijo del estadista estuvo radicado en el norte de Córdoba y fue condenado por dos homicidios.
- 09/10/2011 00:01 , por Miguel Durán
· “Yo con la única persona que quiero hablar es con usted. Cometí un error. Yo les tenía miedo; por eso lo hice. Yo no quiero estar preso; les doy la estancia ‘La Rubia’, 1.100 caballos, 600 vacunos, una casa en Córdoba y el estudio para el más chico”, prometió el asesino al joven Gregorio.
El detenido estaba acostumbrado a mandar, a decidir y resolver por los demás.
Su presencia, más que respeto, infundía algún temor. Corpulento, de aproximadamente 1,90 metro de estatura, el millonario hacendado usaba el cabello largo y espesos mostachos (bigotes).
Llamaba la atención su cabellera blanca y sus ojos achinados. Jamás se sacaba la bombacha y las botas; siempre tenía un pañuelo al cuello.
Este excéntrico personaje construyó una mansión en el paraje El Diamante (departamento Sobremonte), 270 kilómetros al norte de Córdoba, casi en el límite con Santiago del Estero y al borde de las Salinas Grandes.
El hacendado odiaba a las mujeres y su pasión eran las armas y los caballos. Su personalidad violenta hacía dudar de su origen aristocrático. ¿Quién podría creer que era hijo de Carlos Saavedra Lamas, el argentino que fue primer premio Nobel de la Paz de Latinoamérica y de Rosa Sáenz Peña, hija del presidente Roque Sáenz Peña?
Este diario recogió testimonios reveladores y documentación judicial que permiten develar la historia oculta del único descendiente del Nobel de la Paz que, en 1973, cuando tenía 51 años de edad, asesinó a sangre fría a dos hombres que participaban de una partida de taba.
Gregorio Oroná, hoy con 72 años, vivía con sus abuelos y todavía no iba a la escuela, cuando vio por primera vez a ese hombre imponente, enorme, para el que tiempo después trabajaría.
El padre de Gregorio era Ramón Nazario Ruiz y su madre, Modesta Eladia Oroná. El matrimonio tuvo nueve hijos, pero los tres más grandes fueron anotados con el apellido materno.
“Yo me fui a vivir con mis abuelos porque mi viejo se había enfermado. Y ya me quedé con ellos. Era pibe cuando don Saavedra venía a tomar mate con mis abuelos. Cuando le devolvía el mate a mi abuela, extendía la mano hacia atrás para no mirarla, porque no le gustaban las mujeres”, cuenta Gregorio, sentado entre cuatro postes de madera y debajo de un deteriorado trozo de tela, buscando un pedacito de sombra para evitar el sol que parte la tierra.
Cuando este curtido peón de campo conoció a Carlos Roque Saavedra Sáenz Peña, el hacendado vivía en el paraje San Jorge, donde criaba el ganado.
“De allí se cruzó a la costa (paraje El Diamante), hizo una casa para los capataces y otra para él a la orilla de Las Salinas”, cuenta Oroná en diálogo con este diario.
Gregorio ya iba a la escuela. Era aún un niño cuando el ganadero solitario lo convocó a él y a su amigo Rito para que le hicieran algunas “changas”. “Nosotros íbamos a la escuela en Loma Blanca y nos mandó a buscar a la posta una encomienda que le había llegado”, dice el hombre.
En ese sentido, agrega: “Era una caja de madera enorme atada con varios sunchos de lata. A los dos o tres días, fuimos con Rito a la casa y en la habitación grande vimos la caja de madera abierta sobre una silla y, sobre la cama, un montón de plata. La familia siempre le mandaba mucho dinero”.
Recto y prepotente. Recuerda Gregorio que Saavedra “era un hombre muy recto en el pago; nunca te iba a quedar debiendo, pero si no le hacías caso, era malo. A cualquiera aporreaba o le pegaba unos azotes”.
“En una oportunidad, el hacendado compró 95 vaquillonas y los dos amigos fueron a darle una mano. ¿Usted se anima a quedarse solo en Las Salinas, a llevar y traer las vacas?”, le dijo el hacendado al por entonces pibe de la zona.
Gregorio no lo pensó dos veces y pasó interminables noches durmiendo solo en el medio del desierto blanco.
Tiempo después se iría a trabajar con su padre y sus hermanos al puesto del Rosario (también de Saavedra).
Un buen día se produjo un incidente que puede haber sido la antesala de la tragedia. Ramón Nazario Ruiz había ido con sus hijos Lucio y Nicolás Oroná a comprar provisiones.
Cuando el sulky pasaba cerca de la propiedad de Saavedra, uno de los perros bravos del ganadero toreó al caballo, alcanzó a morderle una pata y el animal salió desbocado.
Los tres hombres quedaron tendidos en el camino de tierra cuando el sulky volcó, y la harina, desparramada, porque las dos bolsas se había roto. En eso apareció Saavedra. Rojo de ira por la pérdida sufrida, Ruiz dijo que la próxima vez que se le cruzara el perro lo iba a matar.
El día después, el patrón se paró en el patio del rancho de la familia de Ruiz con un revólver en la cintura. “Le gritaba a mi papá que saliera si era macho. Le dijo que no era con él sino con su perro. Ahí nomás se fue”.
La masacre. Transcurrieron unas semanas. El domingo 1 de julio de 1973, por invitación de un amigo de apellido Garay, el padre de Gregorio y sus hermanos Lucio y Nicolás fueron a comer empanadas de vizcacha. Después de la comida y como esparcimiento, iniciaron una partida de taba. Cuando Ramón Nazario Ruiz lanzó el “hueso” y caminaba hacia el lugar donde caería, apareció Carlos Roque Saavedra. “Tengo un encargo para ustedes”, gritó, mientras sacaba un revólver calibre 32 de cachas negras.
Primero bajó al padre y después disparó contra los hijos. Nazario y Lucio se desplomaron. Ambos recibieron un balazo debajo del ombligo. A Nicolás no alcanzó a herirlo.
Gregorio escuchó un grito de Damián, un hermano. José, un amigo, llegaba corriendo, agitado y llorando sin consuelo. “Saavedra le ha pegado un tiro a tu papá y también a Lucio; a Nicolás le erró”.
“Cuando llegué al lado de mi padre, se paraba y se caía. Quedó en el piso. Lo último que alcanzó a decir fue: ‘La puta que lo parió, este viejo me mató’. No había sangre, pero cuando lo toqué en la herida, parecía un hiero caliente. Mi padre se cortó (se murió) ahí nomás. A mi hermano alcanzaron a llevarlo a Córdoba, pero falleció el lunes al mediodía”.
El homicida se presentó en la Policía y entregó el arma. Un par de meses después mandó llamar a Gregorio. El muchacho aceptó y lo entrevistó en la comisaría de Deán Funes, donde estaba alojado.
El hijo del premio Nobel de la Paz ofreció todo lo que tenía para que los familiares de sus víctimas cambiaran la declaración. Quería que aparecieran como muertes en defensa propia, para poder zafar.
Es posible que a Gregorio no le disgustara la idea, porque a pesar de todo seguía sintiendo cierto respeto por el asesino de su padre y de su hermano. “Mi mamá no quiso; lo único que quería era que pagara por sus crímenes”, recuerda Gregorio, mientras toma un mate amargo y mueve su silla para seguir a la sombra.
“La última vez que lo vi fue en el juicio en Córdoba. Ahí conocí a su mamá, Rosa Sáenz Peña, una mujer que tenía el pelo blanco como el de él”, evoca.
“A los pocos años salió (ver información en página A4) y volvió para vender todo. Yo no quise volver a verlo”, concluye el paisano de rostro curtido y manos callosas, sumido en sus recuerdos dentro de la soledad de una humilde vivienda perdida en el agreste norte cordobés
En la Fiscalía ahora a cargo de Eduardo Gómez, en Deán Funes, se tramitó el expediente por los homicidios (Raimundo Viñuelas / Archivo).
Los detalles de la condena
Sobre el escritorio del fiscal de Deán Funes, Eduardo Gómez, está el desgastado libro de entradas del ya desaparecido Juzgado de Instrucción.
- 09/10/2011 00:01 , por Redacción LAVOZ
· Sobre el escritorio del fiscal de Deán Funes, Eduardo Gómez, está el desgastado libro de entradas del ya desaparecido Juzgado de Instrucción.
El expediente de Carlos Roque Saavedra, el homicida y único hijo del Nobel de la Paz, Carlos Saavedra Lamas, ingresó el 11 de julio de 1973.
Llama la atención que, salvo el nombre del imputado, “hijo de Carlos y Rosa Sáenz Peña”, y la imputación de doble homicidio y tentativa de homicidio, el resto de los casilleros está en blanco.
El fiscal, que a nuestro pedido realizó algunas averiguaciones sobre la personalidad del asesino, cuenta que sabía llegar a caballo a Deán Funes para ir a comprar provisiones a un almacén de ramos generales.
“Escuché que en una oportunidad estaba comprando gran cantidad de balas y un paisano, como para entrar en conversación, comentó que iba a tirar muchos tiros. Cuentan que Saavedra se dio vuelta, le dijo ‘a vos qué te importa’ y lo tiró al suelo de una trompada”.
Juan María Bouvier, actual director del Servicio Penitenciario Provincial, recuerda que cuando ingresó a la institución, “todos hablaban de Saavedra Lamas, el hijo del Premio Nobel, pero yo nunca lo vi”.
En los archivos del organismo carcelario figura que Carlos Roque Saavedra ingresó a la Penitenciaría de barrio San Martín el 6 de mayo de 1975, condenado a 14 años de prisión por la Cámara Segunda del Crimen y Correccional.
Fue sentenciado en 1974 y debía cumplir la pena en 1987.
Recién el 2 de noviembre de 1982 estaría en condiciones de salir en libertad condicional. Sin embargo, por orden de la Cámara, Saavedra recuperó la libertad el 2 de julio de 1979. Se le conmutaron tres años y la condena se redujo a nueve años. Era delincuente primario y tenía buena conducta.
En los archivos de Tribunales 2 de la ciudad de Córdoba, se conserva la condena a 14 años de prisión dictada por la Cámara Segunda, integrada por Carlos Lascano, Felipe Romano y Paúl Orlando.
El fiscal fue Juan Villa y como defensores de Saavedra actuaron el extinto Oscar Roger y Antonio Dragotto.
La sentencia se conoció el 22 de abril de 1974 y los fundamentos se difundieron tres días después. En su defensa, el autor de las muertes de Ramón Nazario Ruiz y Lucio Oroná dijo que les disparó porque “eran pendencieros” y le “habían carneado un ternero y un capón de caprino”.
El amante de las armas hoy ya es una leyenda
En la mansión en la que vivía en Las Salinas tenía un polígono de tiro. Recibía cargamentos de proyectiles desde Buenos Aires.
- 09/10/2011 00:01 , por Redacción LAVOZ
Carlos Roque Saavedra Sáenz Peña no sólo fue hijo del premio Nobel de la Paz Carlos Alberto Saavedra Lamas y nieto del presidente Roque Sáenz Peña. Su tatarabuelo fue Cornelio Judas Tadeo Saavedra Rodríguez, presidente de la Primera Junta establecida el 25 de mayo de 1810, y su abuelo Mariano Saavedra fue dos veces gobernador de la provincia de Buenos Aires.
Su padre, nacido el 1° de noviembre de 1878 y fallecido el 5 de mayo de 1959, fue galardonado con el Premio Nobel en 1936, por haber inspirado el “Pacto Antibélico Saavedra Lamas”, firmado por 21 países y que, a su vez, se convirtió en un instrumento jurídico internacional suficiente para establecer un vínculo, estabilidad y la paz entre las naciones.
En 1935, su actuación fue clave para poner fin a la Guerra del Chaco, entre Paraguay y Bolivia, en cuyo desarrollo, a lo largo de tres años, perdieron la vida 150 mil soldados de ambos países.
Mientras su padre se abrazó a la paz, el hijo eligió el camino de la violencia.
Hombre de armas llevar, Carlos Roque Saavedra tenía un polígono de tiro en su mansión (hoy abandonada) ubicada en el paraje El Diamante, departamento Sobremonte, a la orilla de las Salinas Grandes que separan Córdoba de Santiago del Estero.
Elba “Beba” Herrera, presidenta de la comuna Pozo Nuevo, cuenta que cuando tenía poco más de 20 años, iba a la casa del capataz de la estancia de Saavedra y se asombraba por las montañas de municiones que había en el polígono.
Como lo había manifestado Gregorio Oroná (hijo de Ramón Nazario Ruiz y hermano de Lucio Oroná, ambos asesinados por el hijo del premio Nobel de la Paz), la jefa comunal recuerda que el hombre, al que le decían “El viejo blanco” por su cabellera canosa, odiaba a las mujeres.
“Yo le cebé mate porque fui varias veces a vacunar o a poner alguna inyección. Cuando le alcanzaba el mate, Saavedra miraba hacia el techo, para no verme la cara”, dice ahora la funcionaria política.
Carlos Roque Saavedra recibía importantes cargamentos de proyectiles que les eran enviados por tren desde Buenos Aires.
En la ciudad de Deán Funes, había un hombre contratado para trasladar los cajones en carros hasta el campo de El Diamante.
Varias personas recordaron que el enamorado de las armas estaba tan conforme que un día le regaló un camión Bedford, porque era muy sacrificado el traslado con los carros tirados por caballos.
Por iniciativa del comisario mayor Oscar Ramírez, titular de la regional con asiento en San Francisco del Chañar, ha conservado las armas que se le secuestraron a Saavedra después de los dos crímenes cometidos el 1° de julio de 1973.
El jefe policial siente cierta admiración por el gusto por las armas que tenía el doble homicida. En la comisaría, se exhiben dos piezas de colección: un máuser con mira telescópica y un revólver Smith& Wesson calibre 45, también con mira telescópica. “Los viejos policías que lo conocieron cuentan que mientras estuvo preso en la comisaría de Deán Funes –fueron varios meses–, jamás lo vieron dormir. Siempre estaba sentado en su celda con los ojos abiertos. Yo no sé si no dormía o tenía el sueño muy liviano y se despertaba al menor ruido”, piensa el comisario Ramírez.
Nadie sabe qué fue de Carlos Roque Saavedra Sáenz Peña cuando cumplió su condena. Hoy tendría 89 años.
Se ignora si aún vive, pero en el norte de Córdoba, ya es leyenda.
Fuente: http://www.lavoz.com.ar/ciudadanos/detalles-condena
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